Toda actividad productiva impacta directa o indirectamente en el medio ambiente y, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, revertir o mitigar dicho impacto es hoy una exigencia ineludible.
El consumo de papel, por ejemplo, implicaba deterioro ambiental en épocas en las que no se reforestaba. El daño causado por los insecticidas en la agricultura, tan notorio hasta hace poco, hoy se atenúa utilizando especies transgénicas resistentes a las plagas, aplicando insecticidas biodegradables o apelando a métodos de control biológico. Las aguas servidas, producto de actividades domésticas, también son contaminantes cuando no se tratan antes de verterlas al mar. Como no podía ser de otra manera, los impactos de la minería o de la industria en general son perniciosos cuando no se mitigan mediante programas de remediación y control. El daño ambiental en Madre de Dios evidencia la ineptitud del Estado para implementar las medidas correctivas correspondientes.
Las zonas auríferas de Madre de Dios contienen, en promedio, 0,25 gramos de oro por cada metro cúbico, lo que significa que en los primeros cinco metros de subsuelo, una hectárea mineralizada puede contener el equivalente a US$ 500.000 en oro, cifra suficiente para cubrir costos de extracción, pagar impuestos, generar fondos para la reforestación y la remediación, y generar utilidades. Ante un recurso de esa magnitud lo racional no es impedir su aprovechamiento ni combatirlo a dinamitazos, sino regular su explotación y fiscalizarla.
¿Por qué no se controla el uso del mercurio y se evitan invasiones en áreas restringidas para la minería? ¿Por qué, en vez de ello, se acosa indiscriminadamente a concesionarios formales, en vez de limitarse a perseguir únicamente a invasores ilegales?
Restringir el uso del mercurio a instalaciones autorizadas donde la amalgamación y el tostado se ejecuten bajo condiciones controladas y en circuito cerrado para evitar su dispersión en el entorno, es lo mínimo que se requiere. El Estado debiera instalarlas. El Estado también debería recomponer la flora luego de culminada la extracción, haciéndose de los recursos económicos para ello mediante el sustancial incremento del Derecho de Vigencia en la selva, pues la minería aluvial, a diferencia de la minería subterránea, impacta sobre grandes extensiones profusamente vegetadas. Debería también reducirse el tamaño mínimo de las concesiones; de las cien hectáreas actuales a veinticinco para compatibilizar su extensión con las necesidades reales de esa actividad.
Bien estructurada, pues, tal como sucede en el territorio canadiense del Yukon, la minería aluvial quedaría restringida a operaciones de pequeña escala en zonas verdaderamente ricas y no tendría por qué impactar irreversiblemente en el medio ambiente.
Lo que sí resulta absurdo, en cambio, es pretender impedir, mediante una tramitología antojadiza y a través de requisitos insalvables, una actividad productiva que involucra y beneficia a muchos peruanos emergentes, que genera enormes cantidades de divisas, y que es la principal generadora de empleos de la región. En efecto, económica y socialmente, la minería aluvial es más importante en Madre de Dios que el turismo ecológico o que la agricultura.
La ley de minería, que todos estamos obligados a cumplir, protege y fomenta la minería artesanal y la pequeña. Controlarla y fiscalizarla para evitar irreversibles daños ambientales no significa impedirla, sea explicita o tácitamente, tal como viene haciéndose en la práctica.