Comentario Lampadia
Efectivamente muchos peruanos han perdido la capacidad de entusiasmarse e indignarse.
El Comercio, 30 de Marzo de 2017
La primera semana la pasamos todos prendidos del televisor y de la radio, conmovidos por la noticia, siguiendo cada detalle de la caída del huaico, padeciendo en carne propia la falta de agua, buscando en nuestras casas y supermercados algo que donar. La segunda semana nos acostumbramos al calor insoportable, nos habituamos a las imágenes de las familias refugiadas en sus techos, nos impresionamos menos cuando vemos desplomarse un puente. La tercera semana nos olvidamos de hacer nuestra donación, sentimos que la tragedia está pasando porque nosotros ya tenemos agua, cambiamos de canal cuando vemos una familia hacinada en una carpa, nos empieza a parecer normal que Piura parezca Venecia después de un bombardeo.
Con el paso de los días desaparecerán los unicornios del Facebook, las historias de niños, perros y ancianos rescatados nos parecerán cada vez más predecibles, pensaremos con impaciencia cuándo se acaba esto. Y no, no somos unos desalmados ni unos frívolos. Así funciona nuestra naturaleza. El hombre es un animal de costumbres, y los que vivimos en los 80 y 90 sin que un coche-bomba nos asustara mucho, o una matanza en la sierra terminara de conmovernos lo suficiente, sabemos que somos capaces de adaptarnos incluso a las peores realidades: ¿Podrías citar el último naufragio de refugiados que intentaba llegar a Europa? ¿Sabes qué pasó con los damnificados de Cantagallo? Probablemente no, y no porque se trate de problemas resueltos ni mucho menos, sino porque dejaron de ser novedad, se convirtieron en parte de una realidad que a pesar de ser espantosa, no se escapa de la cotidianidad.
Siempre que asisto a eventos como este, recuerdo la novela “Ensayo sobre la ceguera” de José Saramago. En ella los hombres y mujeres se van volviendo ciegos por una suerte de epidemia inexplicable. Con la pérdida de la visión, los hombres se van deshumanizando, abandonan sus costumbres civilizadas y actúan con el salvajismo propio de quien se sabe no juzgado, no mirado. Solo un personaje mantiene la visión entre tanto invidente. Es la mujer del oftalmólogo, una esposa devota que oculta que puede ver para que no la esclavicen esos nuevos hombres y mujeres que están dispuestos a todo por sobrevivir.
La mujer del oftalmólogo es la única que sigue espantándose y cuestionándose por el salvajismo que la rodea. Es la única que no se resigna a volverse una salvaje. Es la única que mantiene la esperanza de que los seres humanos vuelvan a comportarse como humanos y de que la vida vuelva a parecerse a lo que solía ser.
Cada vez que me ha tocado enfrentar realidades tan cuestionadoras como esta, solo pido que todos nos atrevamos a seguir mirando. A seguir conmoviéndonos. A ser, por esta vez aunque sea, la mujer del oftalmólogo, para no convertirnos en unos ciegos errantes que seguimos con nuestra vida de cualquier manera.