Por: Paola del Carpio Ponce
Coordinadora de Investigación de REDES
Gestión, 16 de noviembre del 2023
Una atención estratégica, enfocada y coordinada para atender el hambre y sus consecuencias es urgente y no puede esperar. En ese frente, no obstante, estamos viendo menos énfasis.
En medio de la profundización de la crisis económica y la expectativa de un trimestre más (y el cierre del año) a la baja, la reducción sostenida del nivel de precios brinda algo de aire. En efecto, en octubre la inflación anualizada fue de 4.5%, el nivel más bajo desde julio 2021, marcando la novena reducción consecutiva de la inflación anualizada. Sin embargo, tras más de dos años fuera del rango meta del Banco Central y con un mercado laboral disfuncional, los estragos sobre el bienestar de las familias tardarán en revertirse.
Un estudio recientemente publicado por la Red de Estudios para el Desarrollo (Redes) en colaboración con Diego Winkelried, investigador del Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico (CIUP) da cuenta de las diferencias con las que los peruanos han enfrentado la inflación, según su condición de pobreza. Antes de este periodo inflacionario, entre 2011 y 2019, todos los peruanos enfrentamos una tasa de inflación que bordeaba el 3%, indistintamente de si se nos catalogaba o no como pobres. Es decir, éramos relativamente iguales ante la inflación. Sin embargo, entre 2021 y agosto de 2023, un peruano en condición de pobreza enfrentó una tasa de inflación de 9.23%, mientras que una peruano no pobre ni vulnerable, una de 7.91%.
¿Por qué habría diferencias entre las tasas de inflación que enfrentamos? Porque no compartimos los mismos patrones de consumo. Aunque, en promedio, una familia peruana destina el 40% de sus gastos en alimentación, los promedios esconden diferencias. Para las familias no pobres ni vulnerables la proporción del gasto destinada a alimentación es de 29%, mientras que para los peruanos en condición de pobreza extrema este porcentaje asciende a 52%. Y todo este periodo de inflación elevada ha venido principalmente liderado por los precios de los alimentos, disparados por factores internacionales y empeorados o mantenidos por algunas otras condiciones locales. En efecto, en buena parte de este periodo, la inflación de alimentos y bebidas no alcohólicas a casi duplicado a la tasa de inflación promedio.
Quizás una diferencia de 1.32 puntos porcentuales no suene tan impactante, pero es importante destacar que las diferencias han sido notablemente más marcadas en ciertos departamentos y ciertos puntos en el tiempo. La diferencia más marcada que hallamos se dio en Cusco, en enero de 2023, en el pico de las protestas en el sur del país que paralizaron varias actividades económicas y dificultaron el apropiado abastecimiento de algunos mercados.
En dicho mes, la inflación anualizada promedio en el departamento de Cusco fue de 16%. Sin embargo, la diferencia entre la tasa de inflación enfrentada por un cusqueño en condición de pobreza extrema y uno no pobre ni vulnerable superó los 17 puntos porcentuales. Así, un cusqueño en pobreza extrema enfrentó una tasa de inflación de 29.1% mientras que uno no pobre ni vulnerable, una de 11.6%. Los 4 departamentos que han enfrentado diferencia más notorias, además de Cusco, son Ica y Puno en enero de 2023 (9 y 6 puntos porcentuales, respectivamente), Pasco en diciembre de 2022 (5.8 puntos porcentuales) y Piura en mayo de 2023, después de la llegada de ciclón Yaku (5.7 puntos porcentuales).
Con el trabajo técnico sostenido del Banco Central y una reducción importante no solo de la inflación promedio sino de la inflación alimentaria en particular, estas diferencias por condición de pobreza parecen estar disipándose. Lamentablemente, este no será el caso para las consecuencias que esta inflación alimentaria, junto con el deterioro de la inversión, las condiciones laborales y los ingresos, trae sobre las familias más vulnerables. Un sondeo reciente de Datum indica que al 63% de los peruanos no les alcanza los ingresos para cubrir sus necesidades. Además, recientemente el IEP reportó que 6 de cada 10 encuestados alguna vez se quedaron sin alimentos en los últimos 3 meses: el triple que en 2012. En el caso de las zonas rurales y los niveles socioeconómicos D y E, este porcentaje asciende al 75%.
Por ello, no resulta sorprendente que los niveles de anemia y desnutrición crónica en menores de 3 y 5 años, respectivamente, hayan aumentado este año. Estas enfermedades generan perjuicios irreversibles sobre el desarrollo cognitivo, físico y social los niños, marcando aún más las diferencias en su capacidad futura de generar ingresos pero también afectando en conjunto la magra productividad en el país. En ese sentido, la importancia de reactivar la economía y generar las condiciones para que se creen más y mejores empleos para el bienestar de las familias es enorme. Sin embargo, una atención estratégica, enfocada y coordinada para atender el hambre y sus consecuencias es urgente y no puede esperar. En ese frente, no obstante, estamos viendo menos énfasis.