Por Pablo Valderrama, director ejecutivo IdeasPaís
La Segunda (Chile), 8 de julio de 2021
El pobre show que ha ofrecido la Convención Constitucional ha ocupado gran parte de la atención de los que siguen la contingencia nacional. Algo de consideración han acaparado también la carrera presidencial y los ya recurrentes actos vandálicos en La Araucanía. Sin embargo, poco antes han producido los principales resultados de la encuesta Casen en Pandemia.
Solo para entrar en detalles, la encuesta revela que, a causa del contexto pandémico, más de dos millones de personas se encuentran en situación de pobreza por ingresos. La pobreza extrema prácticamente se duplicó. Los ingresos provenientes del trabajo, especialmente en los primeros deciles, cayeron abruptamente, salvo, obviamente, en el 20% más rico. La distribución de los ingresos empeoró: el 10% más rico gana 416 veces más que el 10% más pobre (en 2017 la diferencia era de 39 veces). Nuestros “niños primero” siguen estando al último de la fila: los menores de 3 años son el grupo más pobre según edad. A esto se suma el aumento en las brechas de aprendizaje entre los menores, quienes han intentado sobreponerse a un sinfín de dificultades para seguir estudiando (incluso, algunos han pretendido acusar constitucionalmente al ministro de Educación por intentar combatir esas brechas).
Al menos en esto, el Gobierno no lo ha hecho mal. Sin las ayudas y bonos, la pobreza y la pobreza extrema podrían haber aumentado mucho más. Con todo, tendremos que ver qué sucederá si la pandemia y sus consecuencias se extienden y el Estado chileno agota los recursos que han servido de miro de contención.
Todo lo anterior es extremadamente grave, pero pareciera que a nadie le importa. Los pobres son, a fin de cuentas, los acostumbrados a esperar, a quienes naturalmente una crisis sanitaria y económica debería afectar, por lo que a nadie conmueve que sus vidas empeoren. Más nos entretienen los escándalos políticos, los anuarios escolares, las “refundaciones” y un largo etcétera de espacios en donde somos siempre los mismos los que nos hablamos una y otra vez. Esta columna, que se ha intentado salir del comidillo farandulero, será, probablemente, la menos leída, pues nada de morbo hay en ella.
¿Qué hacer? Por ejemplo, en lo simbólico, en vez de pifiar el himno nacional, deberíamos usar nuestros emblemas para demostrar un dolor compartido por lo que sucede con la pobreza: dejar la bandera a media asta cada vez que nuestros indicadores confirmen la gravedad de nuestro drama material. Tal vez con eso demostraremos que algo nos importan y duelen los problemas de esos que cada cierto tiempo nos recuerdan que también son chilenos y que, como decía Gonzalo Vial, son ciudadanos de un país secreto a nuestros ojos. Aunque solo sea simbólico, por algo hay que partir.