Oswaldo Molina, Profesor e Investigador de la Universidad del Pacífico
El Comercio, 14 de setiembre de 2016
En una columna publicada en el “New York Times” el 2014, Ron Haskins, investigador del Brookings Institution, señalaba que cerca del 75% de los programas del Gobierno Estadounidense destinados a ayudar a las personas tenían poco o ningún efecto. En otras palabras, casi tres de cada cuatro dólares invertidos en estos programas habían sido malgastados. Eso explicaba, según Haskins, la enorme voluntad de la administración de Obama de lograr que sus programas sociales estuviesen basados en evidencia rigurosa. Hace unas semanas, en una entrevista concedida a este Diario, la ministra de Desarrollo e Inclusión Social (Midis), Cayetana Aljovín, mencionaba justamente la necesidad de contar con más evaluaciones de impacto para los programas sociales en su sector.
A raíz de sus declaraciones, este tema vuelve a estar en el debate. Aprovechemos esta coyuntura para, como recomendó Carolina Trivelli en una columna publicada en “Perú 21” este lunes, enfocarnos en responder aquellas preguntas que todavía persisten en el Midis –que son todavía varias– y que nos ayudarían a diseñar mejor los programas y, más importante aun, extender esta práctica no solo a otros sectores del Estado (donde el Ministerio de Educación es una notable excepción), sino también a empresas y ONG que desarrollan programas a ciegas.
Pongamos primero en perspectiva las afirmaciones de Haskins. Imagínese que su hijo pequeño se encuentra muy enfermo. Usted corre a la farmacia y gasta ingentes cantidades de dinero en costosas medicinas. Luego de aplicárselas, el niño no mejora y usted, ansioso, cree que quizás la dosis no fue la adecuada, por lo que gasta aun más en el mismo remedio. Sin embargo, quizás lo que viene sucediendo es que la medicina no es la correcta y solo hace efecto “a veces” (pero no se preocupe, eso no ocurre porque las empresas farmacéuticas llevan a cabo pruebas rigurosas para detectar el efecto de sus fármacos antes de ponerlos en el mercado).
Algo parecido se puede hacer con los programas que desarrollan tanto el Estado como las ONG o empresas. Actualmente, las ciencias sociales buscan emplear métodos experimentales semejantes a los que revolucionaron la medicina en el siglo XX, a pesar de la evidente limitación de que lo que se estudia es el comportamiento humano y no ciencias exactas. Así como en la medicina, las evaluaciones de impacto permiten obtener el efecto atribuible exclusivamente al programa evaluado.
Para los encargados de diseñar y aplicar políticas públicas contar con esa información es muy valioso. Al igual que cualquier empresario o jefe de hogar, estas personas deben (o al menos deberían) enfrentar la necesidad de lograr mejores resultados con menos recursos. En el contexto de nuestro ejemplo, uno no solo desea curar a su hijo, sino también lograrlo al menor costo posible.
Establecer el costo-efectividad de los programas es entonces imperativo. Y es que, como Esther Duflo –profesora del MIT y autora del ‘best seller’ “Poor Economics”– resalta, las medidas más obvias y tradicionales para mejorar problemas como el contagio de enfermedades tropicales o la asistencia al colegio no suelen ser necesariamente las más eficientes. Sin embargo, las evaluaciones no solo ayudan a determinar qué programas funcionan y cuáles no, sino que, al desentrañar cómo se obtienen dichos resultados, ayudan a mejorar su diseño.
Desarrollar programas basados en evidencia permite lograr proyectos más eficientes y eficaces. Y es que desarrollar un programa que logre un alto impacto social, independiente de si es público o privado, no puede ser solo el resultado de intuiciones o corazonadas. Eso sería como querer curar niños visitando hechiceros.