“Lo peor del comunismo es lo que ha venido después”, declaró al principio de los noventa el periodista y disidente polaco Adam Michnik, horrorizado al ver resurgir el antisemitismo, el fascismo, el chovinismo, la xenofobia y el fanatismo católico en Polonia y otros países poscomunistas europeos.
Muchos firmarían aún hoy la frase de Michnik porque tienen la sensación de que salieron de una dictadura para sumergirse en el reino de la corrupción, establecido, al menos parcialmente, por la antigua élite comunista. Además, consideran que la libertad y la democracia se han creado para los que tienen los medios para disfrutarlas y que, si hay quienes pueden comprar su impunidad, la justicia no existe, como tampoco existía antes. Tras un cuarto de siglo de democracia, en los países poscomunistas se impone la convicción que la democracia los ha engañado.
Y sin embargo ello no deja de ser discutible. Hay que recordar que el imperio comunista, antes del 1989, fue “la más vasta tiranía desde los tiempos de las hordas mongólicas”, según los historiadores A. Shleifer y D. Treisman, de Harvard. Hoy, en cambio, los países poscomunistas europeos acuden a las urnas a votar a sus representantes; ya no hay presos políticos ni miedo a la persecución policial. Además, su PIB ha crecido de modo espectacular (el crecimiento global de Polonia es del 119%), el medioambiente ha mejorado mucho bajo las normas de la Unión Europea y la calidad de vida ha progresado drásticamente: por ejemplo, en una encuesta sobre calidad de vida del Instituto Legatum, cuatro Estados centroeuropeos figuran entre los 40 países más prósperos del mundo: Chequia, en el puesto 29; Polonia, en el 31; Estonia, en el 32, y Eslovaquia, en el 35.
¿Por qué entonces en los últimos 10 años la democracia ha ido retrocediendo en los países de la Europa Central y del Este, según los datos que anualmente ofrece la organización Freedom House? La Hungría cada vez más autocrática es un ejemplo de dicha tendencia. Ante el descontento general los votantes castigan a los partidos democráticos que les han decepcionado inclinándose por propuestas más extremistas.
Desconfiados y débiles como un animal herido, los países del este buscan que alguien los proteja de sus enemigos tradicionales
Sin embargo, no todo es así en cada país. Hace unos días visité una Varsovia orgullosa de su desarrollo y una Praga deprimida. El recuerdo de la fecha que cambió la configuración del mundo, hace 25 años, no pudo celebrarse de modo más distinto en cada ciudad: Varsovia celebró su Día de la Libertad con entusiasmados discursos y fuegos artificiales. En mi ciudad natal, Praga, el día de la Revolución de Terciopelo, el presidente Zeman no acudió a presentar sus honores ante el monumento a los muertos de hace 25 años —como lo había establecido Václav Havel—, alegando que los caídos en dicha protesta le parecían “poco importantes”. De modo que los checos festejaron su aniversario manifestándose contra Zeman.
Y hay razones para manifestarse: muchas declaraciones del presidente y de otros políticos checos se acercan peligrosamente a lo que desea oír Vladímir Putin. Lubos Dobrovsky, antiguo ministro de Defensa y colaborador de Václav Havel, me confesó su preocupación por el antieuropeismo, antiamericanismo y acercamiento a Putin de la élite política checa; la misma tendencia se puede observar en Eslovaquia, Serbia y Hungría. Estos dos últimos países, además, están construyendo junto con China un tren Belgrado-Budapest y así promoviendo relaciones comerciales con China. La Polonia actual es una excepción a la confusión poscomunista: se ha posicionado favorable a Occidente, y como antagonista a la política exterior rusa; la voz de Varsovia se escucha con respeto tanto en Berlín y Bruselas como en Washington.
La caída del muro debería celebrarse en toda Europa: fue entonces cuando una mitad de nuestro continente empezó a reintegrarse en el todo. Sin embargo, el cuarto de siglo no ha logrado borrar las diferencias entre el este y el oeste, y al igual que se abre una brecha entre el norte y el sur, la que ha existido entre los europeos del este y los occidentales no se ha cerrado. Para éstos, los “verdaderos europeos”, la Europa del este sigue siendo enigmática e incomprensible donde puede pasar cualquier cosa.
Salvo contadísimas excepciones, no se ha logrado la verdadera entrada de los países poscomunistas en la casa común europea; el tan repetido “retorno a Europa” no ha tenido lugar. Aquellos países simplemente no han regresado a Europa aunque oficialmente estén en ella. Desconfiados y débiles como un animal herido, estos países buscan instintivamente a alguien que los proteja de sus enemigos tradicionales —Alemania o Rusia o ambos— y mientras sus ciudadanos confían más en los Estados Unidos y la OTAN que en la Unión Europea, sus dirigentes flirtean con las ofertas de Rusia. De esta manera han ido debilitando a la UE y frustrando sus incipientes intentos de fijar una política exterior y un sistema de defensa propios. Y por haber seguido el modelo estatal americano, esos países ayudaron a que el modelo europeo del Estado de bienestar haya ido fracasando.
La Unión Europea debería tomarse muy en serio principalmente lo que ocurre en Hungría y prestar una ayuda decidida al resto de los países para evitar el auge de populismos antieuropeos y antioccidentales. Europa no puede permitirse que esos países o alguno de ellos vuelvan a caer bajo el dominio de Rusia.