Por Luis Jaime Castillo, Viceministro de Patrimonio Cultural e Industrias Culturales
(El Comercio, 10 de julio de 2015)
Entre las ruinas de los antiguos templos budistas y edificios derruidos por los terremotos de Nepal en abril y mayo de este año, y entre los muchos recursos que inmediatamente se pusieron en marcha para enfrentar consecuencias mayores, destacó el uso de pequeños aparatos voladores no tripulados (UAV) o drones. Los UAV fueron empleados para identificar daños estructurales y localizar víctimas, sin poner en riesgo la vida de los rescatistas.
Los drones –que se han observado en espectáculos deportivos, inauguraciones, paradas militares– se han convertido por su bajo costo y facilidad de uso en una herramienta versátil para registrar desde el aire y en gran detalle todo tipo de cosas.
Consecuentemente, sus aplicaciones aumentan y se desarrollan cada día. Hoy los emplean municipalidades que quieren mejorar sus labores de catastro y control de propiedad, compañías constructoras en la supervisión de sus proyectos, entrenadores de básquetbol para registrar el desplazamiento de su equipo, cuerpos de bomberos, investigadores forestales y agrícolas, etc.
En el Perú, universidades como la PUCP y la UNI, el Centro Internacional de la Papa y numerosos investigadores los emplean en proyectos científicos de todo tipo. El Ministerio de Cultura, por ejemplo, utiliza una flota de UAV para documentar y proteger los sitios arqueológicos, como sucedió luego del daño causado por Greenpeace al colibrí de Nasca. Pero toda esta efervescencia tecnológica y de nuevas aplicaciones podría abruptamente terminar si prosperaran iniciativas de regulación desmedidas.
Apelando a la necesidad de proteger a personas y bienes del uso irresponsable de los drones, cosa que efectivamente ocurre con esta o cualquier otra tecnología, el Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC), sector a cargo de la regulación aeronáutica, propuso en mayo normas tan estrictas que limitarían cualquier uso de estos aparatos. Su empleo no comercial estaría regulado de tal manera que sería muy complicado que alguien (y para tal efecto los cuerpos de bomberos y rescatistas, los investigadores y defensores del medio ambiente y patrimonio) pueda volar un dron, independientemente de su tamaño o configuración, sea por la razón que sea.
En otros países, la regulación más estricta se aplica a las UAV de gran tamaño y complejidad, de más de 4 kilos de peso y con una gran capacidad de carga, cuyo uso requiere de entrenamiento especializado. Para los drones pequeños, empleados en investigaciones y rescates, un registro y normas de operación parecen suficiente. No volar de noche, ni cerca de personas o propiedades, tampoco próximos a aeródromos ni a zonas prohibidas o protegidas, no más de 150 metros de altura ni perder de vista a los aparatos, son las regulaciones que se aplican en Australia y que hacen más seguro el uso de estos aparatos.
Por supuesto, habría que hacer que estas leyes se cumplan. En el uso comercial de esta tecnología, las prohibiciones que se proponen en la norma del MTC son taxativas y detalladas. En el Perú no se permitirían drones para “fotogrametría, catastro, agricultura inteligente, reportajes gráficos de todo tipo, inspección de líneas de alta tensión, ferroviarias, vigilancia, detección de cardúmenes de peces, detección de incendios forestales, reconocimiento de lugares afectados por catástrofes naturales, publicidad, distribución de materiales en general, fumigación”.
Realmente es encomiable la diligencia de los funcionarios del MTC para enumerar todo lo que no se podría hacer comercialmente con un UAV. Uno se pregunta por qué prohibir el uso de estas tecnologías para prevenir incendios forestales o para reconocer edificios como los que en Nepal se desplomaron o los que en Chosica quedaron destruidos luego de los huaicos del verano último.
Es indispensable tener una regulación de cualquier tecnología, pero llegar al extremo no hace sino mantenernos en el estancamiento, evitando que se desarrollen y amplíen los usos de los UAV. El registro de los aparatos de menor tamaño, es decir, suerte de placa de rodaje, sumado a un sistema de sanciones para quienes infrinjan las normas, parecería ser suficiente control y llevaría a un uso responsable.