Por León Trahtemberg
Correo, 9 de marzo de 2018
La escuela tradicional parte del principio que los adultos (padres, funcionarios y maestros) “saben” y los niños “no saben”. Por eso, ve como su función definir de principio a fin lo que los niños deben aprender y saber para que les vaya bien en la vida, ignorando los intereses y saberes previos de los mismos alumnos.
Salen al frente de esos conceptos -obsoletos desde el punto de vista pedagógico- gente lúcida que lo explica de modo sencillo.
Francesco Tonucci dice: “Los niños no son sacos vacíos que hay que ‘llenar’ porque no saben nada. Los maestros deben valorar el conocimiento, la historia familiar, que cada pequeño de seis años trae consigo”. (“La misión de la escuela ya no es enseñar cosas. Eso lo hace mejor la TV o internet” ).
Loris Malaguzzi -Reggio Emilia- dice: “No podemos pensar en el niño en abstracto. Cuando elegimos a un niño al cual observar, este se halla ya estrechamente conectado y vinculado a cierta realidad del mundo: tiene relaciones y experiencias. No podemos separar a ese niño de una realidad concreta. Lleva consigo a la escuela esas experiencias, sentimientos y relaciones”. (Malaguzzi, “Your image of the child: where teaching begins”).
El currículo, la evaluación, el rol docente y la organización escolar pensados en siglos pasados, cuando regía la imagen del niño receptor y consumidor del saber adulto, no pueden sostenerse tal cual frente a la imagen del niño activo, interactuante con una estresante realidad social, constructor de su conocimiento que la pedagogía, psicología y neurociencias de estos tiempos nos presentan como realidad incontrastable.