León Trahtemberg
Correo, 21 de noviembre del 2025
En un momento histórico en que la inteligencia artificial promete respuestas inmediatas, es fundamental reivindicar la inteligencia práctica: aquella que se construye desde la acción directa, el cuerpo y los materiales. Este tipo de pensamiento nace cuando se prueba, se falla, se reajusta y se avanza, generando comprensiones que no surgen de la teoría, sino de la experiencia encarnada. Cuando un niño arma un puente, cocina una receta o conecta un circuito sencillo, está haciendo mucho más que jugar: está formulando hipótesis, detectando errores, reinterpretando lo que sabe y aprendiendo a pensar en diálogo con la realidad. En un entorno saturado de texto, pantallas y abstracción, estas experiencias recuerdan que el conocimiento profundo requiere sentir, manipular y transformar.
Aprender a montar bicicleta, tejer, bordar, cocinar, reparar un objeto o cuidar una planta desarrolla una sensibilidad que ningún algoritmo puede reproducir. Aparecen la paciencia, la precisión, la capacidad de leer señales del entorno y la intuición que se afina con cada intento. Este tipo de inteligencia enseña a convivir con la incertidumbre sin paralizarse, a valorar los procesos tanto como los resultados y a descubrir que el error puede ser una fuente privilegiada de comprensión.
No se trata de contraponer inteligencia práctica y teórica, sino de integrarlas. La creatividad y la innovación emergen cuando las ideas se contrastan con el mundo real. Los colegios necesitan recuperar talleres, laboratorios y proyectos tangibles. Pensar con las manos es una forma esencial de entender y transformar el mundo.






