Por: Juan Paredes Castro
El Comercio, 3 de febrero de 2019
El Comercio, 3 de febrero de 2019
Pocas veces un presidente en el Perú es políticamente tan popular desenvolviéndose sobre otros poderes del Estado que sobre el suyo propio.
Es el caso de Martín Vizcarra, uno de cuyos mandatos adicionales es el de jefe del Estado, que debiera colocarlo por sobre la organización política del país. Lamentablemente, la Constitución no precisa bien el papel que juega el jefe del Estado.
Claro que tampoco son tiempos en los que Vizcarra quisiera sentirse profeta en su tierra, Moquegua, porque sonaría como hablar de la soga en la casa del ahorcado ante las presuntas imputaciones que rodean a la empresa Conirsa, que operó con Odebrecht en esa región.
Desde que pegó popularmente su llamado a la lucha anticorrupción, a pocos días de las revelaciones de los audios que comprometían a magistrados en tráfico de influencias, Vizcarra presionó día a día a la entonces mayoría fujimorista del Congreso para que esta aprobara las reformas, atadas además a un referéndum; presionó hasta el cansancio a la Junta de Fiscales Supremos y al propio Pedro Chávarry para que este se fuera; presionó más discretamente al Poder Judicial hasta que Duberlí Rodríguez dejara de representarlo; y ahora mismo no deja de presionar a la comisión convocada por el Ministerio de Justicia, presidida por el politólogo Fernando Tuesta, para ocuparse del grueso de cambios fundamentales que se requiere introducir en órganos y normas propiamente vinculados a los aspectos y procesos electorales.
¿Hasta cuándo Vizcarra buscará que la fortaleza de su prédica hacia fuera (conminando a los otros poderes) cubra las debilidades de su gestión por dentro (las del gobierno en su conjunto)?
Su más reciente presión ha hecho posible que el Congreso, ahora sin mayoría fujimorista dominante, termine por aprobar la ley orgánica de la Junta Nacional de Justicia, que reemplazará al Consejo Nacional de la Magistratura en la evaluación, designación y sanción de jueces y fiscales.
Tan fuerte ha sido el protagonismo del presidente como profeta de otros poderes que hasta fiscales como Vela y Pérez aparecen, por contagio, más como profetas de la acción judicial alentando innecesarias prisiones preventivas, que como profetas del debido proceso en el sobrio rol investigativo y acusatorio del Ministerio Público.
Ahora le toca a Vizcarra probarse como profeta y hombre de acción en su propia cancha: la del Ejecutivo y bajo la premisa constitucional de que él, como presidente, tiene, entre sus potestades supremas, la de cumplir y hacer cumplir la ley y la Constitución.
Sabe mejor que nadie que en el cumplimiento de la ley y la Constitución se asienta el peso fundamental de la lucha anticorrupción. De ahí que esta no dependa en su éxito concreto e irrebatible de tantos encarcelamientos, pero sí de cómo se instrumenten y apliquen las leyes y normas del Estado para precisamente evitar que la corrupción y la impunidad sigan penetrando en el complejo tejido de la función pública.
En medio de todo, necesitamos en Vizcarra más a un gobernante de acción que a un profeta de la justicia, del que podemos prescindir.