Joswilb Vega
Chief Investment Officer de Profuturo AFP
Gestión, 19 de junio del 2025
En la gestión pública, a diferencia del sector privado, no hay estándares claros, ni rendiciones de cuentas a nadie, ni explicaciones cuando las cosas salen mal. Y mucho menos, ajustes para corregir el rumbo.
Seguramente muchos esperaban que escriba un nombre, listos para rebatirme, pero cualquier nombre que mencione generará división: si digo que el mejor presidente del país fue A, habrá quienes lo defiendan con pasión y otros que lo rechacen con la misma fuerza. Lo mismo pasará si digo B. Para algunos, las privatizaciones de los 90 fueron una tragedia; para otros, una oportunidad. Las estatizaciones de los 70 despiertan juicios igual de opuestos. Si valoras el control de la inflación y el crecimiento económico, ya tienes un favorito. Si ahora tardas solo una hora en llegar al trabajo gracias a un tren que antes no existía, también. Si fuiste víctima de Sendero Luminoso o de la represión militar, tu juicio estará marcado por esa experiencia. En resumen, cada uno tiene su propio «mejor presidente», y muchas veces, ese mismo puede ser el peor para otro.
Es casi imposible establecer de forma objetiva quién fue el mejor presidente. No existen criterios objetivos ni variables que permitan comparar gestiones de manera justa. Lo que tenemos, en cambio, son juicios subjetivos, basados en una o dos dimensiones del gobierno: economía, seguridad, infraestructura, etcétera. Por eso, discutir si un presidente fue «bueno» o «malo», suele ser un ejercicio interminable, estéril y sin posibilidad de consenso.
Si llevamos esta reflexión al ámbito municipal o ministerial, el dilema persiste: ¿Qué define una buena gestión? ¿La ausencia de corrupción, aunque no se haga ni una obra? ¿O la ejecución de proyectos, aunque haya irregularidades? ¿Qué criterios objetivos usamos para evaluar a un alcalde o a un ministro? ¿Qué indicadores nos permiten decir que su gestión fue buena o mala? Y, por favor, no me digan que basta con medir la «capacidad de gasto».
En el sector privado, la evaluación de una gestión es mucho más clara: se contrata un gerente con el objetivo de maximizar el valor de los accionistas de manera sostenible. Para lograrlo, debe aumentar ingresos, reducir costos, invertir para crecer, optimizar el uso de deuda y capital, y aumentar los márgenes y el flujo de caja. Todo se mide con indicadores concretos y objetivos. En cambio, en la gestión pública no están claramente definidos, y mucho menos las variables para evaluarlos.
Cada trimestre, las empresas presentan sus estados financieros y el mercado «vota» con sus decisiones de inversión. Si los resultados son malos, los inversionistas exigen explicaciones y esperan cambios. Pero si los malos resultados se repiten durante uno o dos años, el mercado reacciona: venden la acción, el precio cae y eso presiona a la empresa a cambiar su estrategia, o incluso a toda su plana gerencial. Es un sistema con consecuencias claras y mecanismos de ajuste. En la gestión pública, en cambio, ese tipo de control casi no existe.
Los resultados de una empresa se evalúan con criterios objetivos, y esos criterios son universales: una utilidad negativa o un flujo de caja en rojo es una mala señal, ya sea en Perú o en el resto del mundo. Con esta información, los inversionistas clasifican a las empresas, compran o venden acciones, y presionan para que se hagan cambios cuando algo no funciona. Los gerentes rinden cuentas y están alineados con los intereses de quienes los evalúan. En la gestión pública, en cambio, no hay estándares claros, ni rendiciones de cuentas a nadie, ni explicaciones cuando las cosas salen mal. Y mucho menos, ajustes para corregir el rumbo.
Es cierto que no se puede comparar directamente la gestión pública con la privada. Pero también es cierto que, si algo no se puede medir, no se puede gestionar. Y si no hay un objetivo claro, es imposible definir qué variables evaluar. No basta con medir «el avance del gasto» para juzgar la calidad de una gestión central o en los municipios. Necesitamos replicar algo del sector privado: objetivos definidos, indicadores claros y rendición de cuentas periódica.
El primer paso es definir con claridad cuál es el objetivo del gobierno en cada nivel: nacional, regional y local. A partir de ahí, debemos identificar las variables clave para cada sector-salud, educación, transporte, seguridad, entre otros- y establecer cómo medirlas. Con esas métricas, se podrían elaborar reportes trimestrales, semestrales, anuales y de fin de gestión, accesibles al público y sujetos al escrutinio ciudadano. Solo así podremos evaluar si un alcalde, gobernador o presidente hizo una buena gestión. Podremos comparar, ordenar, exigir explicaciones y. sobre todo, impulsar mejoras concretas.
Contar con estas variables no solo permitirá evaluar la gestión de manera justa y transparente, sino que también se convertirá en una herramienta clave para la mejora continua.
Imaginemos a alcaldes y gobernadores explicando públicamente por qué las cosas no están funcionando y qué harán para corregirlo en los próximos trimestres. Ese simple acto de rendición de cuentas marcaría una diferencia enorme frente al silencio que hoy predomina. Actualmente, ninguna autoridad local rinde cuentas de manera sistemática, y tampoco existen herramientas para emitir juicios objetivos sobre su desempeño.
Como dijo Víctor Andrés Belaunde en su discurso de inauguración del año académico en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en 1914: «Podemos decir, sin exageración, que el presidente de la República es un virrey sin monarca, sin Consejo de Indias, sin oidores y sin juicio de residencia».
Más de un siglo después, esa frase sigue describiendo con inquietante precisión la falta de control y evaluación en nuestra gestión pública.