Josefina Barrón
De las redes sociales
La patria no se hereda: se elige. Y se elige cada cinco años, en un acto íntimo y público a la vez, que debería convocar a la conciencia más honda y no solo al fastidio de un domingo perdido.
En el Perú nos hemos acostumbrado a votar con desidia, con rabia, con ironía o con miedo. Elegimos al “menos peor”, como si la democracia fuera un juego de descarte. Hoy, en este país que se desborda entre la esperanza y el hartazgo, nos enfrentamos a una realidad inédita: más de 40 aspirantes a la presidencia.
Nunca en nuestra historia habíamos visto tal baraja de nombres, colores, consignas, rostros. Y no hay precedentes similares en muchas democracias modernas. En Francia, jamás han pasado de una decena de candidatos fuertes; en Estados Unidos, el bipartidismo marca el compás. En Brasil, con todo y su complejidad, rara vez pasan de una veintena. ¿Y nosotros? Nosotros tenemos una selva de propuestas y silencios, una lluvia de promesas y un océano de dudas.
Ser ciudadano no es solo un derecho: es un trabajo. Un trabajo sin sueldo, sin horario, sin jefes. “El precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores hombres”, dijo Platón, y sigue teniendo razón.
Si no vamos a participar activamente, por lo menos debemos saber a quién estamos entregando el timón.
No basta con el spot ni el apellido, ni con que un candidato hable bonito o prometa arreglar todo en cien días.
Hay que mirar los expedientes, las alianzas, la historia, la coherencia. Hay que escarbar, preguntar, contrastar.
Hay que leer entre líneas y oler la mentira.
No es verdad que todos sean iguales.
Esa frase es la coartada perfecta de los cínicos.
Winston Churchill, en uno de sus días más lúcidos, dijo que “el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante promedio”. ¿No es hora ya de dejar de ser ese votante promedio?
Ser un buen votante es entender que no elegimos por nostalgia, ni por bronca, ni por consigna heredada. Elegimos por lo que queremos construir. Las grandes democracias del mundo no se forjaron solo con buenos líderes, sino con ciudadanos atentos, críticos, comprometidos. Cuando Sudáfrica eligió a Mandela, no solo eligió a un hombre: eligió un símbolo, una dirección. Cuando Alemania eligió a Angela Merkel, eligió estabilidad, sobriedad, visión a largo plazo.
Nosotros, en este rincón febril de América, aún estamos decidiendo si elegimos o nos resignamos. Si somos protagonistas o espectadores.
Porque la patria —la verdadera— no está en la bandera ni en el himno: está en ese breve gesto de marcar una cédula con lucidez. Porque votar, de verdad, es escribir una línea del futuro. Lampadia