Durante dos siglos de vida republicana, el Perú ha vivido una dolorosa fractura entre Estado y nación. Hoy la emergencia de los sectores populares está cerrando esa brecha y gestando una sociedad nacional. Lo mejor que podría pasar al Perú es que para el bicentenario ese proceso estuviera avanzado. Sin embargo, falta tan poco tiempo para esa fecha que lo más probable es que el fenómeno que he llamado el desborde popular siga tan vivo como hoy.
Nadie puede negar que en el siglo XXI la clase política ha tratado de construir un Estado más inclusivo, pero tampoco se puede negar que ese objetivo se está logrando solo a medias. Inclusión no es asistencialismo y, por ende, no se logra solo con programas sociales. Sino que lo digan los jóvenes que protestan en las calles por un trabajo bien remunerado, los indígenas que defienden el medio ambiente o los miles de asentamientos humanos que solicitan agua potable.
Por ello, la sociedad peruana, pluricultural y multilingüe, aparece como integrada y estructurada en un Estado cada vez más nacional pero seriamente precario, que requiere de una gran reforma económica y política. En lo económico tiene que empezar a hacer políticas reconociendo el enorme mundo de la informalidad. En mis libros yo he propuesto que socialmente el país se divide entre un Perú Oficial y el Otro Perú, y esa misma definición vale si la referimos por ejemplo a lo tributario. Un Perú Oficial donde unos pocos pagan impuestos y una enorme masa que los elude porque no existe la inteligencia de adecuar leyes y procedimientos a la realidad. Tributariamente, dos países que coexisten separados.
Lo mismo pasa en lo político. Un Congreso, entre otras instituciones fundamentales, que no sintoniza con las prioridades nacionales ni con las necesidades regionales y locales. Que no es capaz de asumir la ejecución de reformas profundas de la estructura institucional que acerquen el gobierno al pueblo, por ejemplo con referendos sobre los temas más controversiales. Otra vez en lo político dos países, uno pequeñito que toma las decisiones y otro enorme que las desconoce y/o incumple.
Por ello, el reto del bicentenario es aprender de la gran hazaña histórica del Otro Perú olvidado y discriminado, pobre y rural, serrano y amazónico, que decidió migrar a la costa para modernizarse, al margen de gobiernos, partidos políticos, ideologías y movimientos políticos, dando origen pacíficamente a un cambio estructural demográfico y cultural. Fenómeno que es único en América Latina porque fue posible gracias al poder de la cultura.
Esa población es la que hoy construye la economía nacional, aumentando su consumo, y democratiza la vida social con la práctica de la reciprocidad que se expresa en miles de asociaciones culturales, regionales, cooperativas, etc. Que forman el gran tejido del Perú de hoy y que se inspiran en su raigambre andina.
Es ese Perú que, ante la falta de canales institucionales válidos, cada vez que quiere una reivindicación cierra una carretera, como forma de protesta no solo específica sino de rechazo a todo el sistema político.
Dentro de esta perspectiva y desde mi punto de vista de antropólogo solo sugeriría algunas grandes líneas de acción: integración física del país (sin carreteras que unan a todas las provincias no somos una nación), reforma de la educación (no podemos contentarnos con solo un 44% de estudiantes que aprueban los tests internacionales), rescate de las 4.000 comunidades campesinas (un potencial no aprovechado para la producción y/o exportación de alimentos a todo el mundo) e incorporación de todas las fuerzas sociales regionales y locales fomentando la asociatividad no para hacer caridad desde el Estado sino para fomentar el emprendimiento y el autosostenimiento.
Algunos economistas me dirán que olvido el papel del capital y la inversión privada. Seguramente. Pero, sin base social fuerte podrá haber crecimiento pero no desarrollo económico.
Un punto más. Como ocurre en otros países, las regiones deben ser, a diferencia de hoy, la fuente de los nuevos políticos. En el exterior es común que para ser presidente se haya debido ser primero gobernador de un Estado. Así deberá ser también entre nosotros.
¿Seremos capaces de afrontar como país estos retos de manera sustantiva? Ojalá que sí. Si no lo hacemos, el gran protagonista del bicentenario no será el Estado moderno que necesitamos sino los sectores populares desbordados de hoy.