José Antonio Olivares Morante
Desde Cusco
Para Lampadia
Si nuestra sociedad pudiera ser medicamente diagnosticada, (y debería pues esta igualmente enferma) probablemente; como dicen los neurólogos nos indicarían que padecemos de “anosognosia”, una enfermedad que impide a un enfermo reconocer que lo está, aunque sea que lo que padecemos es una enfermedad tan evidente como la ceguera. No obstante el diagnostico seria concurrente a uno más grave, que el pensador y filósofo Toledano José Antonio Marina, señalara desde el 2012 como el “síndrome de inmunodeficiencia social”. La inmunodeficiencia está bien definida en las personas y es la pérdida de la capacidad de defenderse contra un agente patógeno. En ese orden de ideas nuestra sociedad ha perdido esa facultad y es de una forma u otra incapaz de aislar, combatir, neutralizar o expulsar los elementos dañinos que la afecten. Esta es tal vez una muy lucida explicación de por qué razón no somos capaces de combatir la corrupción. Al contrario la tenemos al alimón con la actual pandemia, infectados por un patógeno e infectados por una inmunodeficiencia social.
Nuestra sociedad se ha hecho tolerante a la falsedad y la mentira. La exaltación del relato en detrimento de la historia, la confianza en las redes sociales como fuente de información, la glorificación de las opiniones que invita a prescindir de los argumentos. La gran mayoría no sabemos y no queremos distinguir entre un hecho y una opinión. Muchos medios de comunicación, tampoco lo hacen, por el contrario, son corifeos de la enfermedad.
Nos está pasando respecto de ciertos valores morales, así fácilmente, podemos aceptar la corrupción, la injusticia o la crueldad. La inteligencia humana está siempre seducida por un mayor peligro: Nos estamos habituado a todo. Como autodefensa, nos hemos hecho insensibles. Consideramos normales cosas que posiblemente en otro momento nos pudieran resultar espantosas. Estamos infectados y no queremos darnos cuenta. La sociedad se ha encanallado. Hasta las ideologías políticas utilizan el razonamiento para fundamentar sus posiciones, no para intentar alcanzar un conocimiento verdadero. La relación que nuestra cultura tiene con la verdad se aprecia en la importancia que se da a las fakenews, bulos, falsedades, informaciones manipuladas, adoctrinamientos, y en nuestro caso a la encuestitis. Parece que lo importante es la aparición de la post verdad, concepto donde se juntan muchas líneas deconstructoras de la verdad; las escépticas, las posmodernas; las manipuladoras entre otras.
Estas posturas eliminan la posibilidad de un pensamiento crítico, que se basa en un concepto de verdad laborioso y humilde: la verificación. Verdad es aquella afirmación que está suficientemente verificada. Lo nuevo es que una falsedad continúa siendo aceptada a sabiendas de que es una falsedad, y se toman decisiones basándose en ella, porque no se considera importante que lo sea. Sucedió en el Brexit y sucedió con Trump. Lo mismo ha sucedido con el tema Lavajato y nuestros asuntos internos. Para el Instituto PolitiFact, el 70% de las afirmaciones sobre hechos de Donald Trump en campaña eran falsas. Neerzan Zimmerman sostiene que Hoy día no es importante que la historia sea real. Lo único importante es que la gente haga clic sobre ella. Los hechos están superados.
Estas cosas, reflejan lo que José Antonio Marina denomina el síndrome de inmunodeficiencia social. Afecta al debate político porque la ideología de los partidos les impide ejercer una labor crítica. Nos hemos acostumbrado a utilizar el razonamiento para fundamentar posiciones, no para intentar alcanzar un conocimiento verdadero. ¿Por qué hemos llegado a este punto? Probablemente la principal razón sea la carencia de pensamiento crítico. Nos encanta que nos embauquen, celebramos a los pícaros, endiosamos a los criollos, los convertimos en un espectáculo, con lo que quitamos gravedad a sus tropelías.
Se ha dicho siempre que la “tolerancia” es la gran virtud de la democracia. Podría ser una afirmación disparatada. José Antonio Marina se ha hecho las preguntas siguientes, ¿Con qué hay que ser tolerante? ¿Con el bien? No, al bien no hay que tolerarlo, hay que aplaudirlo, protegerlo, fomentarlo. ¿Entonces, con el mal? tampoco, no hay que tolerarlo, sino combatirlo. ¿Qué pretendemos, al elogiar al tolerante? El lenguaje nos ha jugado una mala pasada. La intolerancia es mala, pero lo contrario, su antónimo, no es la tolerancia, sino la justicia, y esta nos obliga a ser intolerantes con muchas cosas, por ejemplo, con la corrupción. Además, la tolerancia tiene un preciso significado clínico. Cuando un paciente aumenta su tolerancia a una droga, necesita cada vez dosis más altas para alcanzar el mismo efecto. Esto está pasando respecto a los comportamientos deshonestos. Para percibirnos, necesitamos que sean cada vez más grandes, más escandalosos. Todos tenemos la obligación de juzgar sobre cosas que afectan al bien común, y para ello debemos ponernos en condiciones de juzgar justamente: informarnos, buscar la objetividad, no dejarnos llevar por preferencias emocionales ni por intereses personales o sectarios.
La corrupción, no olvidemos, es por esencia expansiva; es una pandemia social e histórica, desde hace 200 años o más. El corrupto corrompe inevitablemente, porque lo necesita para sobrevivir. Se difunde como un virus. Hay corrupción dura y suave; se compone por abusos, descuidos, absentismos, irresponsabilidad en el uso de los bienes comunes, es el desprecio de la excelencia. Por eso ni en ocasiones de vida o muerte como la pandemia del CORONA VIRUS se han dejado de cometer tropelías, ni en la policía, ni en la compra de respiradores y equipos médicos, ni en los otros sectores, por eso es que los ciudadanos comunes no usan barbijo y salen a las calles en pareja o cuando no deben.
¿Cuál es la solución? Sin duda se debe fortalecer el sistema inmunitario social, sus defensas. Y para eso podría haber métodos eficaces. El castigo “ejemplar” es uno de ellos, siempre y cuando exista un Poder Judicial adecuado y no politizado, independiente fundamentalmente. El segundo, practicar y fomentar el pensamiento crítico. “Criticar” no significa “atacar”, sino separar el polvo de la paja, lo bueno de lo malo, lo estúpido de lo inteligente, lo socialmente aceptable de lo inicuo. El pensamiento crítico exige un esfuerzo de reflexión. El voto cautico, el voto emocional o el inducido por las encuestas privan al ciudadano y las instituciones de controlar la labor de gobierno. Aun las ideologías no son criterios de verdad, sino que deben ellas mismas someterse al pensamiento crítico.
La participación ciudadana, es un elementó para fortalecer y solucionar esta inmunodeficiencia social. Se ha producido una separación entre la sociedad política y la sociedad civil que no resulta sensata. La sociedad civil es esencialmente política, porque tiene que vivir en la polis, porque la vértebra un sistema legal, y se concreta en una serie de instituciones. La diferencia se da entre el Estado y la sociedad (que es a la vez política y civil). El Estado es una estructura para ejercer el poder, que emerge de la sociedad y se impone a ella. No se puede soslayar la necesidad de defender un marco ético. Lo mejor que se nos ha ocurrido para asegurar el progreso y la convivencia justa es un sistema con cuatro instituciones: democracia, tecnología, racionalidad científica y mercado libre. No se puede olvidar, sin embargo; que todas ellas son instituciones suicidas (o incluso asesinas) si no están sometidas a un marco ético y de responsabilidad. Para la democracia moderna esta debe sustentarse en la virtud de los ciudadanos. La ética es una norma suave y eficiente de coacción social. La intolerancia hacia las conductas inmorales debe ser total, porque rompen la estructura misma de la convivencia. No son un adorno y no podemos caer en una impotencia confortable. Lampadia
FUENTE: José Antonio Marina