Luego del profundo cambio de época acontecido a finales del siglo XX, la economía y la sociedad planetaria siguen buscando un equilibrio esquivo. Convergen hechos notables como la caída del socialismo real, el capitalismo en China, el notable aumento de la producción y el comercio y el deslizamiento de las manufacturas hacia países emergentes. Especialmente destacable es el alineamiento de las estrategias nacionales hacia sistemas más democráticos, más liberales y de mayor conformidad con el mercado. Por más que siempre parece poco, es destacable el progreso registrado. Hobsbawm señala que hace 80 años existían solamente 12 democracias en el mundo.
Cuando coinciden cambios semejantes, las piezas demoran en ajustarse. La inestabilidad se prolonga como los temblores que siguen al terremoto. El primer mundo arrastra una prolongada recesión. El desempleo y la debilidad de sus inversiones se asocian al éxito manufacturero de China. No obstante, Occidente mantiene el liderazgo en la innovación y el conocimiento, lo cual alienta su recuperación aunque por el camino quedarán algunos blasones.
África es el nuevo blanco de las ambiciones puestas en los recursos naturales y se sumará
al rol de América en la oferta de alimentos, energía y minerales. En nuestra comarca, a Chile, Colombia y Perú –que presentan un proyecto abierto al mundo– les seguirá yendo mejor que a Venezuela, Argentina o Brasil que defienden un ideal que mira al pasado. El Mercosur nos encarceló y la ideología nos paraliza. Renunciamos a un mundo abierto que es el único que premia a los países pequeños. Contra toda evidencia, confiamos en la decepcionante tutela brasileña. Nuestro país también inicia una inflexión en su historia. Las tendencias mundiales nos favorecieron pero no obtuvimos el fruto posible. Durante 10 años la economía creció como nunca y más que casi todos. Sin embargo, no avanzamos en el logro de los éxitos más valiosos que caracterizan a los países de primera. Somos más prósperos pero más subdesarrollados. Una sociedad más conflictiva, incapaz de mejorar la gestión de los asuntos públicos que hacen a la convivencia. Algo de eso registra el “Informe de desarrollo humano” de la ONU. Somos el país del continente que menos ha progresado en el índice que combina un conjunto de indicadores económicos y sociales.
Coincide una explosión del gasto público con los peores resultados. Un derroche colosal. En el empeño por elevar el gasto, se ha venido afectando en forma creciente la producción de bienes transables los cuales son la medida de nuestra competitividad en el mundo. Desde 2008, el PIB de la industria y el agro sumados no crecen (solo 0,4% anual). Solamente crecen los servicios que no compiten en el mundo.
En los años que vienen todo será más difícil. Bajarán los precios de exportación y se debilitará la inversión extranjera. La inercia del gasto y los salarios será difícil de frenar mientras la inflación no cede. El atraso cambiario alcanzará niveles desconocidos. En este contexto, el gobierno opta por aumentar impuestos. Más grave aún, crea los impuestos que se descartaron cuando se trató la reforma tributaria: impuestos a la tierra y al patrimonio. Los tributos que desalientan la inversión y el crecimiento de los sectores más competitivos y con mayor potencial de crecer en condiciones adversas. Es la consigna de una revolución achacosa que sigue pensando que la riqueza no se crea, sino que solamente hay que repartirla.
Tomado de El Comercio, 24 de marzo del 2013