Jaime de Althaus
El Comercio, 29 de noviembre del 2025
“Quizá las condenas a Vizcarra y a Castillo, junto a la descriminalización de la política implícita en la sentencia sobre caso cócteles, signifiquen el fin de la era de la polarización política”.
Las sentencias a Martín Vizcarra y a Pedro Castillo quizá representen el fin de una era y el comienzo de una nueva. Hay una relación de causalidad entre ambos.
El daño que Vizcarra le hizo al Perú fue muy grande. Su gobierno tuvo el peor manejo de la pandemia del mundo, pero fue tan hábil que sus apariciones diarias al mediodía le generaron la imagen de un padre protector que le granjeó amplia popularidad. Lo cierto es que al mismo tiempo las decisiones que tomaba mataban a mucha gente. Favoreció la compra de pruebas rápidas que eran engañosas y no servían para diagnosticar, en lugar de las pruebas moleculares. Rechazó donaciones privadas de oxígeno y de vacunas. Luego, desechó la oferta de las vacunas Pfizer, acaso por beneficiar a las chinas de Sinopharm. Es decir, con pruebas que no servían y vacunas que llegaron tarde, sumadas a nuestra alta informalidad y al cierre brutal de casi todas las actividades económicas, tuvimos la mayor cantidad de muertes por habitante del planeta.
Sin duda, la devastación demográfica y económica ocurrida favoreció el triunfo de alguien tan inconcebible como Castillo en 2021. Pero no fue lo único: tan grave como eso fue la destrucción de lo que quedaba de la clase política. Pronto descubrió que montarse en el antifujimorismo prevaleciente para confrontar a un Congreso en el que Fuerza Popular, aunque había perdido congresistas, tenía todavía una buena mayoría relativa, aumentaba su popularidad. Extremó entonces el conflicto hasta cerrar el Congreso, con el argumento inconstitucional de la denegación fáctica de la confianza.
Ese populismo político jugaba en pared con el populismo fiscal-judicial que llevó a la cárcel a Keiko Fujimori (y a los Humala) por algo que no era delito, y al suicidio a Alan García, lo que terminó de destruir, como decíamos, lo que quedaba de la clase política, abriéndole el camino al triunfo de Pedro Castillo. A partir de allí, se agravó aún más la degradación general de la institucionalidad, abriendo las puertas del Estado a la penetración de intereses mafiosos y cleptocráticos.
Quizá las condenas a Vizcarra y a Pedro Castillo, junto a la descriminalización de la política implícita en la sentencia sobre caso cócteles, signifiquen el fin de la era de la polarización política y de la degradación general y el inicio de un tiempo de regeneración nacional. Algo de eso podría haber comenzado ya con la organización del Estado y de la sociedad civil contra la criminalidad, bajo el liderazgo sorprendente de José Jerí. Las instituciones empiezan a coordinar, se generan mecanismos de decisión y de consulta con los gremios afectados y con los gobiernos locales. Los resultados aún no se ven, pero si se afianza y mejoran los métodos de trabajo, y se destinan los recursos, los resultados aparecerán.
Este movimiento regenerador desde la lucha contra la inseguridad deberá llevar a la reforma de la Policía y del sistema judicial. El Congreso ya tiene una propuesta para esto último. Pero aún hará falta desburocratizar, desregular y meritocratizar a fondo el Estado para devolver libertad económica y hacer eficientes los servicios públicos. Eso dependerá del próximo gobierno.






