Por: Jaime de Althaus, Periodista y antropólogo
El Comercio, 5 de julio de 2019
La verdad es que los partidos políticos han perdido vigencia en casi todo el mundo. Ya no son el vehículo principal de formación de la voluntad ciudadana ni de expresión de las demandas populares. Ahora hay múltiples medios: la prensa, las redes sociales, los portales de análisis y opinión, centros de investigación, gremios, etc.
Los ciudadanos mismos ya no van a los partidos ni requieren intermediarios: se expresan directamente a través de las redes y las encuestas recogen sus opiniones, aunque la calidad de estas intervenciones sea con frecuencia muy baja. Los gobiernos por lo general ya no lideran, sino que siguen a la opinión pública (Vizcarra es un caso extremo). Una suerte de democracia directa despoja a los partidos de su función clásica de orientar, formar y canalizar la opinión pública.
Pero la función que los partidos sí conservan y de modo exclusivo, es la de ser un vehículo para acceder al poder (Presidencia de la República y al Congreso) por la vía electoral. Solo ellos pueden presentar candidatos. Entonces los partidos son inevitables y la democracia representativa (Congreso) también, porque la democracia directa o plebiscitaria pura –tecnológicamente posible– degeneraría, como diría Aristóteles, en demagogia y anarquía.
Por lo tanto, una reforma política debería contemplar medios para que los partidos puedan recuperar parte de la función de orientación y formación de la opinión pública y de discusión de los temas nacionales, y diseñar esquemas de democracia representativa que le permitan recuperar terreno frente a la democracia directa.
Para lo primero, resulta fundamental que los partidos puedan estar asociados a ‘think tanks’ o centros de investigación. Carlos Meléndez propuso la fórmula de Partidos x Impuestos, para que las empresas puedan contribuir con parte de sus impuestos a ‘think tanks’ en uno o varios partidos. De esa manera los partidos estudiarían los problemas y podrían llegar al poder con un plan de gobierno bien elaborado en lugar de improvisar. La calidad de la democracia mejoraría sustancialmente. De paso, paliaríamos el efecto devastador de la no reelección de congresistas, porque los partidos podrían reciclar en su período sabático a los buenos congresistas que quisieran permanecer en la política, para no perderlos.
Para lo segundo, la salida es tener distritos electorales más pequeños –uni o binominales– para que pueda existir una relación directa y personal entre el congresista y sus representantes, única manera de competir con las redes sociales o, mejor dicho, de usarlas a favor de la democracia representativa, de la función de representación. Y, dicho sea de paso, esta es la verdadera manera de compensar la eliminación del voto preferencial, pues votar por un congresista frente a otros en un distrito uninominal es el voto preferencial por excelencia. Lo ideal es que este sea el sistema para la Cámara de Diputados dentro de un parlamento bicameral, reforma desechada por el Ejecutivo pero que el Congreso debe abordar.
Pues el problema de la reforma política no es solo que debe corregir los males derivados del estallido del sistema de partidos a fines de los 80 y las tendencias generales que socavan a los partidos y a la democracia representativa, sino que, como si eso fuera poco, debe atenuar los efectos destructivos adicionales aprobados en el referéndum del año pasado.