Jaime Bayly
El Comercio, 8 de setiembre del 2024
“Llámenme cursi o sentimental, pero me hace ilusión retirarme de la televisión abierta el día que yo mismo decida jubilarme”.
Ya casi nadie queda en pie. La televisora en que trabajo parece un cementerio sin lápidas, un camposanto con cámaras y reflectores. Casi todos han sido despedidos, expulsados, despachados a sus casas. Quedamos unos pocos que recordamos a los caídos en acción. Es infrecuente ver en los pasillos deshabitados del canal a un alma viva, un individuo caminando con aire apesadumbrado, como si temiese lo peor. Todos los viernes nos enteramos de los que han sido guillotinados sin misericordia esa semana.
Me pregunto cuándo vendrán por mi cabeza. Llevo dieciocho años trabajando en ese canal de televisión. Sé que mis días están contados. Hace dos años trabajo sin un contrato vigente. Me echarán cuando quieran echarme, sin pagarme un dinero suplementario que mitigue la tristeza. Todos los meses me pregunto si llegará el cheque con mis diezmados honorarios. Suele tardar una semana, dos semanas, pero al final aparece en la casilla postal. Puede que sea el día más feliz del mes: al recibirlo, siento que me han concedido un mes de vida más en la televisión convencional, a la antigua.
Me ficharon en ese canal cuando la industria de la televisión no se encontraba en la crisis terminal que ahora la azota. Todavía podía ganar un buen dinero como periodista de televisión. Los grandes auspiciadores pagaban anuncios de medio minuto o un minuto en las tandas comerciales. Por allí desfilaban los concesionarios de autos, los bancos, las tarjetas de crédito, las cadenas de comida rápida, los seguros médicos, las clínicas para gente mayor, no digamos ya las propagandas políticas en tiempos de elecciones. El canal que me contrató era entonces un gran negocio. Me pagaba un buen sueldo. Mi programa tuvo tanto éxito que un año después me duplicaron el salario y me obsequiaron un auto del año. El dueño de la televisora me invitó a comer en su mansión y, al terminar, me dio las llaves y me dijo ese auto azul es tuyo.
Aquellos tiempos de gloria y esplendor han cambiado para siempre. Ya casi nadie quiere comprar anuncios publicitarios en el canal donde trabajo. Las marcas grandes, poderosas, han migrado a las redes sociales. Ahora gano la tercera parte de lo que ganaba cuando me sentía un hombre de éxito. Ahora sé que no soy un hombre de éxito, soy a duras penas el sobreviviente de un naufragio, el soldado malherido que ha visto perecer a casi todo su regimiento, el charlatán que habla a viva voz en un estudio vacío, ante un público ausente, imaginando que alguna gente estará viéndolo en su casa, lo que probablemente es una ficción.
Antes venían cincuenta o cien personas a verme en el plató, mientras hacía el programa en directo. Ahora no viene nadie. Cuando llegó la pandemia, se prohibió la entrada de público a la televisora y así cayeron los dados. Antes tenía productores y asistentes. Ahora yo soy mi productor y mi asistente. Antes había alguien que me servía el café. Ahora me lo sirvo yo mismo. Antes pasaba por el cuarto de maquillaje donde una señora me pintaba la cara. Ahora soy un experto en echarme base, polvos y colorete en el baño de mi casa. Antes había un portero, unos guardias de seguridad. Ahora salgo desprotegido y de vez en cuando me espera un hombre calvo de mirada desalmada que, tras darme su tarjeta, me ofrece sus servicios de guardaespaldas, diciéndome yo podría estar acá para matarlo, señor, y nadie lo protegería.
Mi programa de televisión se emite en directo a las nueve de la noche y lo hacemos mi editor y yo. No sé cuánta gente lo ve. Prefiero no saberlo. La lectura de las planillas de audiencia al día siguiente es un ejercicio desolador que educa en la humildad. En mis buenos tiempos, llegué a marcar cuarenta puntos de rating entrevistando a una vedette que acusó a su esposo, allí presente a su lado, de ser un pésimo amante y no haberle procurado nunca un orgasmo. En estos tiempos aciagos, si llegamos a dos puntos de rating hacemos una fiesta. Es mejor no dejarse abatir tras leer las planillas de audiencia. Es mejor pensar que toda la gente que me veía hace años se ha muerto ya. No es mi culpa haberme quedado solo, es que la gente se tiene que morir. Como dijo un escritor, se está muriendo gente que antes no se moría.
Podría renunciar a la televisora, podría quedarme en casa, dedicarme a escribir novelas y olvidarme de la televisión. Sin embargo, no quiero ser yo quien tire la toalla, o no todavía. Prefiero seguir dando la batalla hasta el final, hasta que un viernes el dueño o su gerente me diga mejor no vengas el lunes, ya no podemos seguir pagándote. No es culpa de ellos, no es culpa de nadie en particular, es que el negocio ya no deja utilidades, solo arroja pérdidas, y entonces es comprensible que el dueño y su gerente quieran recortar los gastos para dejar de perder millones.
Por suerte, hace poco más de un año fundé un modesto canal de televisión hecho en casa que puede verse por las redes sociales a escala global y cuando el improbable espectador así lo desee. Dicho emprendimiento ha tenido un cierto éxito insospechado. Grabo un pequeño despacho todas las tardes en la sala de mi casa y a veces reúno a un millón o dos millones de espectadores, una circunstancia esotérica que carece de explicación racional. Debido a ello, he vuelto a sentirme bienamado por el público. Si me descorazona leer los malos números de la televisión abierta, me alienta en cambio leer los buenos números de la televisión hecha en casa.
Tal vez porque el dueño del canal donde trabajo hace dieciocho años ve con asombro el éxito de mi humilde emprendimiento grabado en la sala de mi casa, me ha pedido recientemente que no hable de política en mis despachos caseros, que solo hable de política en su televisora. A riesgo de que me despida, le dije que no podía aceptar la censura que su propuesta entrañaba y que seguiré hablando con toda libertad de lo que me apetezca hablar, tanto en su canal como en el mío.
Curiosamente, cuando fundé el canal hecho en casa me propuse no hablar de política y así lo anuncié. Dije: hablaré de política en mi programa de televisión, pero en este canal casero hablaré de mi vida privada, mi intimidad. Sin embargo, en los últimos meses comprendí que la audiencia prefiere verme hablando de temas políticos, no de temas personales. Si hablo de asuntos personales, con suerte llegaré a cien mil espectadores. Si me vuelco a los conflictos políticos, podría llegar al millón, a los dos millones. El público manda. Toca hablar de temas políticos todas las tardes.
Poco después, el dueño del canal y su gerente de turno me propusieron asociarse conmigo en mi modesta tribuna casera para ir a medias en las ganancias que ella deja. Por supuesto, les dije que no deseo asociarme con ellos ni con nadie y que mi canal hecho en casa es mi pequeño bebé. Tal como están las cosas, entonces, podrían despedirme cualquier viernes malhadado. No acepté la censura, no acepté la sociedad compartida, moriré con las botas puestas.
Llámenme cursi o sentimental, pero me hace ilusión retirarme de la televisión abierta el día que yo mismo decida jubilarme. Como todo comenzó para mí un domingo trece de noviembre hace más de cuarenta años, sería un final feliz decir adiós un trece de noviembre de cualquier año, aunque solo estén viéndome cuatro gatos, los cuatro gatos que me ven en la cochera del canal de televisión cuando me detengo a dejarles comida, tras concluir el programa.
Después, si acaso, viviré otra vida, la última de mis vidas azarosas, itinerantes, la vida del hombre que ya no sale más en la televisión abierta y huye de ella como de la peste, que ya no se pinta la cara con polvos y coloretes, que se resiste a pasar por los aeropuertos porque en ellos se siente en prisiones de lujo y que permanece en su casa, abocado a dos tareas de las que, con suerte, nunca se jubilará: la de escribir ficciones y, quién lo hubiera dicho, la de grabar despachos para su modesto canal de televisión, dos ocupaciones de las que nadie, a no ser por la muerte, podrá despedirlo.