Iván Alonso
El Comercio, 4 de julio del 2025
“¿Cómo distinguir a los mineros artesanales de los mineros informales o ilegales para saber a quién comprarle?“.
Son varios los proyectos de ley para facultar al Banco de la Nación a comprar oro, pero el que más nos llama la atención es el presentado por el congresista Jorge Montoya en julio del año pasado porque no lo considerábamos un estatista (ahora sí). Como se ha hecho costumbre en el Congreso actual, el proyecto consta de un artículo único donde se expresa el objetivo y dos disposiciones complementarias que trasladan el problema al Poder Ejecutivo; lo más parecido, en términos legislativos, a tocar el timbre y salir corriendo.
A pesar de lo que dice su exposición de motivos, el proyecto es inconstitucional. Colisiona –para usar el mismo verbo– con el principio de subsidiariedad del Estado. Si la minería artesanal del oro es, como postula el congresista, una práctica ancestral, tiene que haber canales de comercialización privados establecidos desde hace mucho tiempo. Que esos canales sean informales, si es que en efecto lo son, no justifica una ley para insertar al Banco de la Nación en la cadena de comercialización. Justifica, en todo caso, una ley para facilitar su formalización.
Independientemente de su inconstitucionalidad, no queda claro cómo la intervención del Banco de la Nación ayudaría a resolver los problemas reales o presuntos de la minería artesanal: el mayor esfuerzo físico que requiere, su baja productividad por el uso de métodos ineficientes o la mayor contaminación ambiental que genera, por ejemplo.
La técnica legislativa empleada le permite al congresista esquivar el análisis de las ramificaciones de su propuesta. ¿Qué pasaría si, después de comprar el oro, el banco no puede venderlo porque el mercado tiene dudas sobre su procedencia? ¿Cómo distinguir a los mineros artesanales de los mineros informales o ilegales para saber a quién comprarle?
La comercialización de minerales por cuenta propia no es una actividad exenta de riesgo. Una pequeña diferencia entre los precios de compra y de venta puede significar una pérdida enorme y consumir el capital del Banco de la Nación, lo cual no solamente podría impedirle desempeñar algunas de las funciones para las que fue creado, sino también, en el extremo, exigir un rescate financiero. La experiencia de Petro-Perú comercializando petróleo y derivados debería ser aleccionadora.
De aprobarse el proyecto del congresista Montoya u otro similar, nada impediría que más adelante se ampliara nuevamente las facultades del Banco de la Nación para permitirle comercializar otros minerales. Treinta años después de su disolución, el Banco Minero renacería a su interior como una unidad de negocios. O, más bien, de pérdidas.