En la lejana frontera entre Siria y Turquía, una tierra yerma pero inundada de petróleo, con escasas huellas de civilización excepto por algunas pocas ciudades, se libra una guerra de resultados significativos para toda la humanidad.
Allí las huestes del Estado Islámico, una derivación de Al Qaeda, pretende fundar, uniendo a Siria e Iraq en un gran califato sunita regido por la peor lectura del Corán, la más inspirada en los preceptos del siglo VII y absolutamente intolerante en su exclusión de extranjeros e infieles y en su filosofía autocrática de gobierno. Las ejecuciones públicas, degollamientos televisivos incluidos, de periodistas e incluso de occidentales ajenos al conflicto y su constante apelación a la sharia, la ley islámica en su más cruel versión, son la demostración de la naturaleza del régimen que pretenden instaurar.
Tan grave es la situación, que los ministros de Exteriores de Irán y Arabia Saudí (tradicionales enemigos, uno de origen chiita y el otro sunita) no dudaron en iniciar contactos con miras a una acción común frente al nuevo peligro. Una amenaza aun más importante que la de Al Qaeda pero que no debe entenderse como una lucha general de civilizaciones posterior a la era ideológica, como la preconizada por Huntington en su celebrado opus. Ni los occidentales presentan demasiada unanimidad en la promoción de sus escasamente aplicados valores, ni el islam en su conjunto es una religión criminal o xenófoba.
Aunque sí sea una religión antigua, incapaz, por su propia naturaleza, de renovarse –los esfuerzos en ese sentido siempre han sido dificultados por un clero intransigente–, sostenida por un pueblo como el árabe, al que la modernización le ha sido esquiva y que arriba al siglo XXI frustrado y con un grave retraso cultural y material con respecto a Occidente. Un Occidente al que, a veces con razón y otras sin ella, atribuye la responsabilidad por esta situación.
Lo cierto es que la realidad no se asemeja a la de 1991, cuando con el voto de Naciones Unidas se obligó por la fuerza al Iraq de Hussein a devolver Kuwait anexionado poco antes. Hoy ni Estados Unidos es la potencia unipolar que era entonces, ni la ONU ha sido consultada procurando la imprescindible legitimidad. Por el contrario, una confusa coalición de casi treinta países, liderada desde atrás por los norteamericanos, intenta derrotar a los yihadistas mediante cómodos bombardeos de escasos resultados, en lo que estos llaman, no sin hipocresía, leading from behind. En tanto, Turquía –que desconfía de los kurdos en permanente búsqueda de su independencia– permanece inactiva buscando su desgaste.
En definitiva, el temor al compromiso de unos y otros, y las reticencias de todos, está permitiendo el avance de los insurrectos y la masacre de los kurdos, únicos defensores activos sobre el terreno. No cabe duda de que en materia internacional el mundo ha cambiado, incluso frente a amenazas como esta, cuando en última instancia están en juego los valores más básicos del mundo civilizado. El reciente despojo a Ucrania, donde se permitió una anexión territorial lisa y llana por parte de Rusia, muestra los actuales límites en este terreno. Únicamente instituciones colectivas fuertes y representativas en el seno de unas Naciones Unidas renovadas pueden promover una solución. Lamentablemente todavía se está muy lejos de ello.