Guillermo Cabieses, Profesor de Economía y Derecho
El Comercio, 13 de junio de 2016
En los últimos meses la banca de fomento ha estado en el debate público. La idea es que el Estado cuente con instituciones financieras que canalicen, vía préstamos, recursos fiscales al desarrollo de ciertas industrias que, por su riesgo inherente, no pueden acceder al crédito en el sistema privado.
La lógica es lograr que ciertas actividades que el gobierno considere importantes sean promovidas. Esto parece estar a tono con los planes de diversificación productiva o los incentivos tributarios a la innovación. En buena cuenta, se trata de la orientación de fondos estatales a actividades empresariales.
El problema es cómo definir quiénes serán los beneficiados. Los recursos son escasos y el mercado, no el gobierno, debería ser el sistema para asignarlos. De otra forma, se abre la puerta al mercantilismo y la corrupción. El costo del dinero es parte del mecanismo con que el mercado selecciona qué proyectos de inversión deben perseguirse y cuáles no.
¿Por qué premiar con créditos subsidiados al sector agrario y no al textil, o a la minería en lugar de la pesca?
El gobernante de turno define qué actividad será subsidiada. La cuestión es que esos recursos pueden perderse fácilmente. En 1992 el gobierno decidió liquidar los bancos de fomento en el Perú. Un informe emitido en el 2002 por una comisión investigadora del Congreso nos muestra que, a finales de 1992, las colocaciones de los bancos de fomento sumaban US$548,5 millones. La recuperación por cobranzas que se logró en el período 1993-2001 ascendió, apenas, a US$40 millones. Es decir, en ocho años se recuperó apenas el 7,3% de lo colocado.
Lo triste de esta historia no es solo que ese dinero fue mal gastado, sino que no se trató del dinero de personas que decidieron entregar a una entidad financiera para que esta a su vez lo preste, asumiendo así el riesgo de su decisión. Se trató más bien del dinero de todos los peruanos que, en lugar de dedicarse a la educación, salud o seguridad, se malgastó en créditos baratos para actividades no rentables, sin respaldo en el mercado.
No faltarán quienes digan que esa es una visión pesimista. Un banco de fomento –argüirán– no tiene por qué generar pérdidas.
No obstante, es difícil creer eso. Pensemos, por ejemplo, en la propuesta de un banco que se dedique exclusivamente a otorgar créditos blandos a pequeños y medianos mineros. Esta entidad sería –al estar imposibilitada de diversificar por su propia naturaleza– sustancialmente más riesgosa que cualquier otra entidad financiera que no se vea forzada a estar concentrada en una sola industria.
Este no es el único bemol de estas entidades. También debemos ser conscientes del incentivo perverso que generan al motivar que la gente se desplace hacia los sectores subsidiados, atraída por la posibilidad de obtener créditos baratos pese a no realizar actividades realmente productivas.
Si el mercado pudiese operar sin esas distorsiones daría los incentivos para que solo quienes están dispuestos a arriesgar su capital inviertan en un negocio. El costo de oportunidad de este subsidio son los otros emprendimientos realmente más rentables que las personas podrían estar persiguiendo si es que el Estado, jugando con nuestro dinero, no se hubiese aventurado a subsidiar esa actividad en particular.
La banca de fomento debería ser hoy un mal recuerdo de las economías planificadas. Sin embargo, los errores del intervencionismo parecen ser atemporales.
Lampadia