Gonzalo Rojas
El Mercurio, 21 de diciembre de 2016
Carlos Ominami ha dicho que la izquierda enfrenta «el riesgo de tener no solo una derrota electoral, sino también una derrota cultural, ideológica que nos puede dejar heridos y marginados de la escena pública por un tiempo muy largo».
Para que se produzca una derrota de esa magnitud, ¿hace falta que un rival la propine?
Habitualmente, sí, pero en el caso de la izquierda chilena no.
En realidad, mucho antes de la eventual derrota del año próximo, la izquierda oficial había entrado en bancarrota. Su quiebra es de tal irreversibilidad que incluso, para lograr disimularla, podría optar por una medicina de cuidados paliativos al enfermo terminal; pero no de la buena, sino mediante un pobre placebo: pretender, con Guillier, curar una fractura expuesta mediante un antiinflamatorio.
Bancarrota.
Bancarrota moral, porque las políticas de la izquierda han colocado a los chilenos en una posición de supuesta autonomía que, dada la precariedad de nuestra humana natura, ha llevado a buena parte de la población a hacer más y más intensas leseras, una tras otra.
Bancarrota cultural, porque aunque hayan llovido los millones para el Fondart y cuanta locura grotesca se le haya ocurrido a iconoclastas jóvenes y viejos, la cultura verdadera, la del lenguaje y la belleza, la del pensamiento y la armonía, esa, la pobrecita, sigue ausente o refugiada en uno que otro cenáculo.
Bancarrota ideológica, porque desde los supuestos teóricos hasta las reformas estructurales, los fracasos han sido continuos. No se ha salvado nada, no le han apuntado a una. En lo tributario, en lo educacional, en lo laboral, en la seguridad, en lo judicial, en la probidad, en el crecimiento, en lo constitucional…
Chile es hoy un país más pobre que hace tres años, y en las dimensiones que Ominami escogió, está en bancarrota: si se mira con cuidado, sus pobrezas son muy evidentes.
Y si un candidato de Chile Vamos lograra ganar, ¿podría de verdad iniciar la reconstrucción nacional?
Ilusión de ilusiones, todo sería ilusión.
Así como la izquierda se ha derrotado sola, no parece que la actual centroderecha pueda reconstruir por su cuenta. No será más de lo mismo; será otra cosa, pero no la cosa necesaria.
Si realmente fuera posible aprovechar la bancarrota de la izquierda gobernante y propinarle una derrota «que la deje herida y marginada de la escena pública por un tiempo muy largo», eso va a depender de otros actores, no principalmente del nuevo Presidente o de los nuevos parlamentarios, por importantes que puedan llegar a ser.
La clave estará en las coordenadas de lo moral: las familias -y en particular, las asociaciones de familias aún poco operativas-, los colegios particulares de todos los tamaños y orientaciones, y las denominaciones religiosas. En buena medida, la izquierda nos ha venido haciendo picadillo por la debilidad de estos núcleos de lo moral.
A eso se sumará el eje cultural. Y ahí la fuerza pueden hacerla las universidades libres, los artistas puros y simples, y los intelectuales públicos dispuestos a proclamar y a defender el bien común. Son las tres dimensiones por las que se expresan el lenguaje, la belleza, el pensamiento y la armonía, grandes ausentes hoy.
Si, más aún, se abriera un nuevo eje doctrinario en el que liberales, conservadores y socialcristianos pensaran en serio a través de sus libros, de sus centros de estudio, de sus nuevos partidos, entonces las viejas ideas, las de siempre -la rueda ya inventada, el fuego que calienta-, encontrarían sin duda nuevas políticas concretas para superar las pobrezas.
Si algo así pasara, la profecía de Ominami habría transformado la bancarrota de la izquierda en victoria de la derecha.