Como si fueran presentaciones simultáneas de un espectáculo internacional, un festival de heterodoxias se exhibe ahora en Argentina, España y Venezuela. Hay que aprovechar estas lecciones. Nuestros gobernantes harían bien en revivir, teniendo a la vista esos tres países, los extremos más pasmosos del intervencionismo estatal.
Argentina es una cosa de locos. La inflación no tiene que ver allí con la emisión de moneda. Es un problema de publicidad. El Gobierno congela precios y busca acuerdos con las cadenas de supermercados para que no anuncien en los medios. Ahora mismo se elabora un nuevo pacto sobre 500 productos y la discusión nacional es si se incluye agua mineral de un litro o un ‘pack’ de seis botellitas.
Para controlar los precios, el secretario de Comercio, que podría fácilmente ser un congresista nuestro, dependerá de las juventudes kirchneristas que formarán brigadas de observación y denuncia. Los establecimientos que alteren los precios serán sancionados. Todo esto mientras el dólar de la calle cuesta el doble que el dólar oficial, al que nadie puede acceder libremente.
Los argentinos hacen cola en los cajeros automáticos de Uruguay para sacar dólares con sus tarjetas bancarias. Se organizan ‘dollar tours’ y se alquilan tarjetas de crédito. Es un misterio inexplicable lo que hacen cada cierto tiempo los argentinos para arruinar la que era una de las potencias mundiales al inicio del siglo XX. Lección clara de que la geografía y la dotación de recursos naturales son nada si se tienen leyes malas y políticos con imaginación.
Esa misma imaginación es la que ahora sobra en España, sumida en el post shock de una crisis de crédito hipotecario de proporciones atómicas, que refuerza la idea de la inutilidad de buena parte de la regulación bancaria. Allí, la junta de gobierno de Andalucía ha dispuesto la expropiación de viviendas para detener los desahucios que son consecuencia de los créditos impagos. En resumen, el propietario moroso desde hace varios años no puede ser expulsado de la casa por tres años más, para comenzar, y la entidad que prestó el dinero no puede recuperar la vivienda.
Por si fuera poco, en esa misma región se persigue y multa a las empresas que sean propietarias de viviendas y que las mantengan desocupadas más de seis meses, para forzarlas a darlas en alquiler. Los inspectores del gobierno patrullan las calles para detectar viviendas donde exista correspondencia sin recoger o cuyos medidores de luz indiquen que no hay consumo de energía.
Es temprano para conocer en toda su magnitud las consecuencias de largo plazo que estas iniciativas traerán al mercado inmobiliario español. Pero no es difícil imaginar que se reducirá la inversión en viviendas populares y se restringirá o desaparecerá el nuevo crédito para los más pobres.
Para terminar, lo de Venezuela no necesita más de un párrafo porque la heterodoxia allí es descomunal. Pocas veces se ha registrado un congelamiento de precios con una década de implementación, con carestía de papel higiénico y vino de misa. Es difícil pensar que los venezolanos puedan estar más embarrados sin poder limpiarse y ahora también sin capacidad de rezar para pedir un milagro.
Estos casos reseñados pueden parecer extremos, pero conviene tenerlos presentes por dos razones. Primera, no hay vacuna definitiva contra la heterodoxia. Lo que hoy suena a locura mañana es un proyecto de ley, como sabemos bien. Es casi un accidente de la naturaleza que congresistas sin ideología y un presidente sin brújula no hayan producido más aberraciones hasta hoy.
Segunda, rara vez la heterodoxia arranca en su versión extrema. Primero se prohíben las galletas, después la canchita y luego el pan con tamal. Una vez que empieza, el desatino tiene que continuar. Hasta que los inspectores del Ministerio de Salud vayan casa por casa a chequear peso y talla, y a confiscar el refrigerador.