Felipe Morris
Perú21, 2 de setiembre del 2025
«Sus defensores lo presentan como una fórmula para reducir la desigualdad y que los ricos paguen lo que les corresponde. Suena bien en discursos ideológicos, pero en la práctica se trata de una medida absurda y nociva», sostuvo Felipe Morris.
Cada cierto tiempo reaparece la tentación política de crear impuestos a la riqueza o al patrimonio. Sus defensores lo presentan como una fórmula para reducir la desigualdad y que “los ricos paguen lo que les corresponde”. Suena bien en discursos ideológicos, pero en la práctica se trata de una medida absurda y nociva.
En el Perú, la congresista Sigrid Bazán acaba de proponer un impuesto a los llamados “bienes de lujo”. El planteamiento parece diseñado para ganar aplausos fáciles en redes sociales, pero parece desconocer la evidencia internacional y la realidad fiscal del país. En 2022 una congresista de Perú Libre también propuso “un impuesto a la fortuna con justicia social” para personas con alto patrimonio. Estos impuestos han fracasado en todas partes donde se aplicaron y terminaron derogándose porque su recaudación fue marginal y sus efectos económicos desastrosos.
Estas propuestas presentan varios problemas. En primer lugar, implican una doble tributación. La riqueza que alguien acumula ya pagó impuestos cuando se generó: sobre la renta, los dividendos, los intereses o las plusvalías. Volver a gravarla simplemente por tenerla equivale a castigar el ahorro y la inversión, justo lo que deberíamos incentivar. El segundo problema es que el Perú presenta una evasión tributaria masiva. Según cifras oficiales, casi la mitad del IGV potencial no se recauda, y una gran parte de la renta empresarial y personal queda fuera del radar de la Sunat. Antes de inventar tributos complejos que solo afectan a un grupo reducido, el Estado debería concentrarse en ampliar la base de contribuyentes y combatir la informalidad. Lo contrario es castigar al que ya paga mientras la mayoría evade.
Tercero, ¿cómo definimos y valuamos un “bien de lujo”? ¿Un reloj de colección, un auto de alta gama, una propiedad en determinada zona, entre otros? El Estado tendría que crear registros, tasaciones, peritajes y procesos legales interminables. Además, muchos activos son no líquidos —arte, joyas, acciones en empresas familiares—, lo que genera más conflictos que soluciones y consume casi todo lo que se podría recaudar. En los países que lo intentaron —como Francia, Suecia o Alemania— estos impuestos provocaron fuga de capitales y mudanza de fortunas hacia jurisdicciones más amigables. Al final, la recaudación llegó a menos de 0.3% del PBI. Por eso casi todos fueron eliminados: el costo económico era mayor que el beneficio fiscal.
Finalmente, este tipo de propuestas erosionan la confianza en el sistema tributario. Si el mensaje es que el Estado está dispuesto a gravar dos veces la misma riqueza, con criterios discrecionales y políticos, el resultado natural será la protección patrimonial: fuga de capitales, ocultamiento de bienes o emigración. Menos inversión, menos empleo y menos crecimiento. En conclusión, los impuestos a la riqueza son un espejismo redistributivo: populares en el discurso, inútiles en la práctica, y dañinos para la economía. El Perú necesita mejorar su administración tributaria, reducir la evasión y hacer más eficiente el gasto público; no repetir experimentos fallidos que no funcionaron.