Por Felipe González Márquez, Presidente del Gobierno de España de 1982 a 1996
El País de España, 07 de julio de 2016
En Crónica de una muerte anunciada, García Márquez empieza contándonos el final, el homicidio de Santiago Nasar. Conocido el desenlace, lo común sería que perdiera interés el relato. El genio de Gabo nos lleva a perseguir con el máximo interés la trama que conduce a este final anunciado.
Tras las elecciones del 26 de junio, todos los responsables políticos parecen coincidir en el final: no puede haber unas terceras elecciones. Esto nos llevaría a la conclusión de que tiene que haber investidura y, como consecuencia, nuevo Gobierno.
Como ya hemos perdido ocho meses en esta extraña situación de interinidad, también parece lógico pensar que cuanto antes se llegue al final, mejor será para todos o, al menos, menos costoso. Por eso, esta reflexión comienza con un punto de interrogación que pretende llevar a una respuesta positiva y rápida.
El mínimo esperable sería llegar a la investidura de un nuevo presidente de Gobierno y, tal vez, sería deseable que de esta investidura saliera un Gobierno capaz de tomar decisiones inaplazables como unos Presupuestos condicionados por los compromisos con Bruselas.
El hecho de que se supere la investidura no significa que el Gobierno que se forme esté en condiciones de responder a las necesidades básicas que tiene España a nivel interno y en su relación con Europa.
No es imaginable que se repita lo que vivimos tras el 20 de diciembre, menos ahora que el PP ha obtenido 14 diputados más que la vez anterior y la alternativa se hace poco menos que imposible.
Rajoy, al que suponemos candidato del grupo popular a la investidura, pese a las palabras de la noche electoral sobre el discurso más difícil de su vida, tiene la obligación ineludible de ponerse a trabajar en serio. O sea, tiene que salir definitiva e irreversiblemente del “modo reposo” porque la táctica de esperar y ver, posterior al 20 de diciembre, se agotó y los resultados no deben confundirlo.
Es él el que tiene que proponer a las fuerzas políticas las bases fundamentales de su programa de gobierno. Es él el que tiene que intentar un acuerdo con los más próximos o menos incompatibles, incluyendo las cesiones que todo pacto comporta.
Seguro que ya sabe las exigencias de Bruselas y no puede decidir sin compartir este tema con los interlocutores para la investidura. Ahora es heredero de sí mismo y deberá explicar si mantiene su promesa de no seguir con los recortes y bajar los impuestos.
Es bastante absurdo el debate sobre cómo se van a pronunciar el Partido Socialista o Ciudadanos o los demás si no se sabe sobre qué hay que hacer este pronunciamiento.
No se trata ahora de preguntarse por el resultado electoral, sino de aceptarlo democráticamente y asumir el lugar en el que cada uno ha quedado. Pero si Rajoy se siente avalado para repetir la jugada, el resultado —y su responsabilidad— pueden situarnos en una crisis más peligrosa que la actual.
Como la intención de esta reflexión no es buscar explicaciones de por qué y cómo han votado los ciudadanos, sino respetar esa decisión y sacar las consecuencias lógicas para los intereses de España, es necesario reiterar las responsabilidades que incumben al presidente del PP para conseguir que se produzca pronto una investidura y, si está en condiciones de hacerlo, un Gobierno capaz de tomar decisiones.
La cuestión territorial; la dignificación del trabajo; el sistema de pensiones; el modelo educativo; la regeneración democrática; la política europea, incluidas las respuestas al Brexit, a los errores del austericidio o los refugiados, deberían ser puestas sobre la mesa por el candidato.
Sin duda, esta nueva etapa nos llevará a un papel mucho mas relevante de la representación del Parlamento y esto significará que sea cual sea el resultado de las negociaciones para investidura y Gobierno este tendrá que estar mucho mas atento a sus obligaciones de control permanente del Parlamento y a la necesidad de un diálogo constante para los procesos legislativos.
Es positivo que se ofrezca diálogo a todos los grupos, aunque se tenga clara consciencia de que algunos de ellos son incompatibles en temas medulares para la gobernanza. Pero del diálogo hay que pasar al pacto, lo que exige renuncias y esfuerzos de aproximación a los grupos que se crean más compatibles para pasar la investidura y para hacer un Gobierno.
Y si esa exploración es exitosa, llevaría a una investidura apoyada por 169 diputados o 170, si se tratara de PP, Ciudadanos y CC en cualquiera de las formulaciones posibles.
Más de la mitad del periodo democrático ha sido gobernada por Gobiernos minoritarios, con apoyos parlamentarios externos o con acuerdos de geometría variable.
Naturalmente, es difícil la decisión para un grupo político como Ciudadanos, pero no como se dice, por su resultado electoral, sino por su propia concepción de temas tan importantes como la regeneración democrática o el sistema electoral, por no citar más que un par de ejemplos. La paradoja es que sus diputados actuales son más decisivos que los del 20 de diciembre. Pero es el PP el que tiene que moverse sin pretender contratos de adhesión.
Otra cosa es la consideración que se hace respecto del Partido Socialista. Es paradójico que cada día lo insulten desde las filas del PP y, al mismo tiempo, traten de cargarle la responsabilidad máxima sobre la posibilidad de formar Gobierno.
Los ciudadanos podrán entender que, a estas alturas de mi vida, se haya reafirmado en mi pensamiento la prioridad de los intereses generales de España y sus ciudadanos sobre cualquier otra. Y es precisamente esto lo que me lleva a pensar que el Partido Socialista ni puede ni debe entrar en coalición con el PP. Debe ocupar su sitio en una oposición responsable. Lo cual significa al mismo tiempo exigente y dialogante. Siempre lo ha hecho en asuntos de Estado, incluso asumiendo el protagonismo de pactos concretos como la lucha contra el terrorismo. Pero también tiene que ocuparse de reconstruir su propio proyecto como alternativa al PP con vocación de mayoría.
En esta situación, la solución de que haya una investidura para España, teniendo en cuenta que no hay mayoría alternativa coherente para hacerlo, pasa por un Gobierno del PP o encabezado por el PP.
O sea, en mi opinión, el Partido Socialista tiene que aceptar el diálogo que le ofrece el candidato del PP, aun dejando claro que no tiene intención de formar parte de una coalición con el mismo. Como ya dije hace unos meses, reitero mi opinión negativa a lo que llaman gran coalición al mismo tiempo que afirmo la responsabilidad de las fuerzas políticas: si no pueden formar Gobierno, tampoco pueden obstaculizar que este Gobierno se forme.
El resultado del 26-J coloca al Partido Socialista ante esa responsabilidad. Excluyendo la coalición y el apoyo al Partido Popular en la investidura, en caso de necesidad, no debe ser un obstáculo para que haya un Gobierno minoritario.
Conviene advertir que el Partido Socialista solo puede fijar posición sobre propuestas concretas. Si pretende que las fije sobre el programa electoral del PP, ya deben conocer su oposición.
El título de esta reflexión me lleva a una conclusión complementaria. Al margen de que tengamos que corregir esta situación de espera excesiva para la constitución de las Cortes, los resultados son tan inamovibles como reconocidos por todos, y esto permite que se trabaje seriamente sin tener que esperar a la constitución del Parlamento. Deberíamos decir que ya llevamos 10 días de retraso y preguntarnos cuál es la razón de que Rajoy haya tardado tanto en ponerse en marcha y esté avanzando tan lentamente. Después de la constitución del Parlamento, las consultas deberían llevar a una propuesta de candidato por parte del jefe del Estado para que se cerrara este confuso capítulo de la democracia española cuanto antes. Por eso, la pregunta me lleva a una respuesta afirmativa y a mi juicio necesaria, puede y debe haber investidura antes que acabe el mes de julio, o en los primeros días de agosto.
Lampadia