Editorial El Comercio, 7 de Abril de 2017
Hay ojerizas que el tiempo no cura. Enconos y malhumores que trascienden las reglas básicas de racionalidad y de contexto para marcar, de manera a veces sutil pero siempre indeleble, todas las acciones y objetivos que uno persigue. Es difícil identificar el momento exacto en que estos rencores aparecen, pero ante su recurrencia es siempre sencillo identificarlos. La inquina del congresista Marco Arana en contra de la actividad minera es una de estas ojerizas indisolubles.
El parlamentario por el Frente Amplio (FA) presentó un proyecto de ley para la “conservación y protección de las cabeceras de cuenca mediante el establecimiento de los criterios técnicos para su identificación y delimitación”. El objetivo del proyecto –que fue aprobado esta semana por la Comisión de Pueblos Andinos, Amazónicos y Afroperuanos del Congreso– es declarar la intangibilidad de las cuencas hidrográficas respecto a actividades humanas que “pongan en riesgo” la sostenibilidad, disponibilidad y calidad del agua.
A primera vista, el propósito parecería meritorio. Nadie se podría oponer a que sean “criterios técnicos” los que restrinjan el tipo de actividad económica por desarrollar en cada zona de forma que se proteja el agua del lugar. Lo cierto, sin embargo, es que, como ha manifestado el Ministerio del Ambiente, ya existe una regulación al respecto –que aplica ese ministerio y la Autoridad Nacional del Agua–.
Si la regulación sobre cabeceras de cuenca ya existe, el trasfondo del proyecto de ley aprobado debe ser otro. Resulta, pues, que la iniciativa legal en cuestión haría mucho más compleja –por no decir inviable– la minería en cabeceras de cuenca. No está de más recordar que desde hace varios años los grupos antimineros del Perú reclaman que se prohíba la minería en estas zonas sensibles. Según el ex viceministro de Minas Rómulo Mucho, “con [esta norma] quieren cerrar la minería”.
Lo cierto es que la actividad minera moderna –esa que debe pasar por rigurosas licencias, permisos, estudios de impacto ambiental (EIA), entre otros– es perfectamente compatible con un manejo adecuado de agua en cabeceras de cuenca. Según el ex ministro del Ambiente y reconocido ecologista Antonio Brack, si bien la cabecera de cuenca debe ser tratada “en forma muy especial y con gran responsabilidad”, es posible desarrollar minería ahí. Ejemplos como el de Yanacocha demuestran que –en la medida en que tomen las precauciones adecuadas– la minería puede desarrollarse en armonía con las demás actividades económicas que también requieren de agua. Plantas de tratamiento, diques de control de sedimentos y monitoreo eficaz son algunas de las herramientas que tiene la minería moderna para operar de manera ambientalmente responsable en las cabeceras de cuenca.
Más aun, grandes proyectos mineros ofrecen la oportunidad de incrementar la disponibilidad de agua para su zona de influencia. Los frustrados Conga y Tía María no solo garantizaban el suministro de agua de calidad para sus respectivos valles, sino que prometían inversión en reservorios que multiplicaban la capacidad hídrica de la zona. Oportunidades de desarrollo como estas se pierden hoy a causa de un mal entendido ambientalismo.
Desde esta perspectiva, resulta aún más preocupante intuir que quizá la animadversión del congresista Arana no esté dirigida exclusivamente en contra de la inversión minera moderna, sino en contra de la inversión privada y del desarrollo de comunidades relativamente atrasadas como Cajamarca, región a la cual él representa en el Congreso, en la que encabezó uno de los movimientos antimineros más significativos de la última década y que tiene hoy la tasa de pobreza más alta del Perú.