Por: Eduardo Ponce Vivanco
El Comercio, 4 de marzo del 2022
“¿Alguien medianamente informado sería capaz de afirmar que existe transparencia o probidad (honestidad) en los actos gubernamentales?”.
Para salvarse del sucio –y corrupto– pantano político en el que nos ha sumergido el gobierno del presidente Pedro Castillo y Perú Libre, el jefe del Estado ha declarado: “Invoco al pueblo peruano y a la comunidad internacional para que, de una vez por todas, activemos la Carta Democrática para darle tranquilidad al país” (“El Peruano” 27/2/2022).
Pretende, pues, que la convención firmada en Lima en el mes de setiembre del 2001 sea esgrimida por la cancillería en defensa de su deslegitimado régimen, acosado por el sinfín de errores que comete diariamente desde el inicio de su gestión.
No es solo el hecho de que un personaje tan poco informado como Castillo crea que podría aprovechar los mecanismos de la célebre Carta Democrática Interamericana, sino que un segmento de la opinión pública también tiene la equivocada impresión de que ese acuerdo internacional está al servicio de los gobiernos que se sienten en apuros y quieren instrumentar a la Secretaría General de la Organización de los Estados Americanos (OEA) con el objetivo de lograr su salvadora intervención.
El capítulo IV del referido documento, sobre el “Fortalecimiento y preservación de la institucionalidad democrática”, incluye mecanismos de apoyo e intervención a pedido de los Estados miembros. Pero el capítulo I, sobre “Democracia y Derechos Humanos”, establece normas fundamentales que no pueden ser ignoradas al aplicar un acuerdo internacional que debe ser considerado en la integridad de su texto.
El principal sujeto de los derechos consagrados en la Carta Democrática está claramente señalado en su artículo 1: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”. Quiere decir que los pueblos son los titulares del Derecho, en tanto que los gobiernos son los obligados a respetarlo y garantizarlo institucionalmente.
En su artículo 2, establece que “el ejercicio efectivo de la democracia representativa es la base del estado de derecho y los regímenes constitucionales de los Estados Miembros de la OEA”. Sin embargo, el gobierno de Perú Libre aún no ha desistido inequívocamente de su declarado objetivo de derogar la Constitución de 1993 mediante una asamblea constituyente cuya convocatoria no está permitida por la Carta Magna vigente.
El artículo 4 de la Carta Democrática dispone que “son componentes fundamentales del ejercicio de la democracia la transparencia de las actividades gubernamentales, la probidad, la responsabilidad de los gobiernos en la gestión pública, el respeto por los derechos sociales y la libertad de expresión y de prensa”.
¿Alguien medianamente informado sería capaz de afirmar que existe transparencia o probidad (honestidad) en los actos gubernamentales? ¿Se podría decir que la responsabilidad de la gestión pública está en manos de ministros respetables y altos funcionarios bien preparados? ¿Puede aseverarse que las autoridades del Gobierno demuestran aprecio y respeto por la prensa (calificada de “chiste” por el presidente Castillo) y la libertad con que tiene derecho a expresarse?
Para enfrentar situaciones tan críticas como la que vive el Perú, el artículo 8 de la Carta Interamericana prevé que “cualquier persona o grupo de personas que consideren que sus derechos humanos han sido violados pueden interponer denuncias o peticiones ante el sistema interamericano de promoción y protección de los derechos humanos conforme a los procedimientos establecidos en el mismo”.
Es un derecho del que somos titulares todos los ciudadanos que conformamos ‘el pueblo’. Porque no es como el presidente Castillo piensa: que unos peruanos son del pueblo y otros no, atribuyéndose el derecho de clasificar a unos y otros a fin de gobernar para unos y no para los otros, según líneas divisorias que él mismo dibuja.
Es aquí donde la sociedad civil y los partidos políticos serios pueden y deben hacer valer los derechos fundamentales que la democracia representativa garantiza a toda la ciudadanía, sin distinción alguna.