Diego Macera
El Comercio, 24 de agosto del 2025
“Con sueldos demasiado bajos, terminaríamos con un Congreso de personas con poca salida laboral, al lado de otras de alto patrimonio, y a su costado algunos pillos”.
¿Y si les pagamos el salario mínimo a los congresistas? La propuesta, por supuesto, es absurda, pero no muy diferente de lo que se ha escuchado en los últimos días a partir del intento de un grupo de parlamentarios de subir su salario a casi S/43.000 mensuales. La iniciativa de incremento luego fue descartada, pero ya era tarde. Había contribuido –negativamente– a la discusión sobre cuánto deben ganar los integrantes de un poder del Estado con números ínfimos de aprobación ciudadana. La idea no es nueva. En su momento, por ejemplo, el expresidente Pedro Castillo propuso reducir los ingresos de los ministros y congresistas a la mitad. Seguramente escucharemos la misma propuesta durante la campaña de los próximos meses.
Volviendo a la pregunta original, quizá es útil hacer un ejercicio mental sobre lo que podría suceder con remuneraciones demasiado bajas para representantes de elección popular. ¿Qué tipo de persona postularía si el salario fuese de, digamos, poco más de un salario mínimo? Construyendo sobre una columna anterior, hay al menos tres opciones.
La primera –evidente– es que algunos interesados podrían ser aquellos para quienes ese monto representa una mejora en ingresos (o al menos igualdad) frente a sus remuneraciones actuales. No en todos los casos esto será negativo. Hay una función de representación en el Congreso y la diversidad es necesaria. Y habrá personas con bajos ingresos en el sector privado o público, pero con muy buen desempeño parlamentario. Sin embargo, como regla general, individuos con buen nivel educativo y de desarrollo profesional deberían ejercer una mejor labor en el Legislativo, y ellos difícilmente postularán con la promesa de un sueldo bajo.
El segundo tipo de persona que podría animarse a postular con esas condiciones es quien ya tiene la vida financieramente resuelta. Quizá alguien que trabajó durante décadas para construir un patrimonio suficiente que le permita vivir de rentas, y que ya no tiene la carga familiar de los hijos menores. O alguien que tiene recursos de familia, incluyendo cónyuge. Ellos podrían estar legítimamente interesados en postular aun si fuera un cargo ad honorem, pero no es claro que un Congreso repleto de personas que no necesitan trabajar para vivir sea lo más representativo o lo ideal.
En tercer lugar, postularían quienes buscan beneficiarse personalmente del cargo. Ahí el salario también se vuelve irrelevante. Gente que busca poder, influencia para sus negocios, y quizá subastar unos cuantos puestos de trabajo, proyectos de ley o ampliaciones de presupuesto para municipalidades amigas. El sueldo es lo de menos. La plata está en otro lado.
En otras palabras, con sueldos demasiado bajos, terminaríamos con un Congreso de personas con poca salida laboral, al lado de otras de alto patrimonio, y a su costado algunos pillos. Difícilmente un escenario prometedor. ¿A quiénes deja fuera un salario demasiado bajo? A los profesionales que deben trabajar honestamente para cubrir de forma adecuada la vivienda, salud, educación, alimentación, entre otros, de ellos y sus familias. Es decir, a muchos de los que quisiéramos precisamente atraer.
No es esa hoy la situación, o por lo menos buena parte de la evidencia no apunta en esa dirección. De acuerdo con un informe de Martin Hidalgo publicado en este Diario, 115 de los actuales 130 congresistas ganaban menos antes de obtener su curul. Para 91 de estos, la labor parlamentaria supone más del doble en remuneración de lo que obtenían hasta el 2021. Esa referencia personal es más valiosa que medidas arbitrarias como el número de salarios mínimos que abarca su mensualidad.
Algunos países intentan acercar la compensación a lo que perfiles laborales ‘similares’ obtendrían en el sector privado, pero esa comparación, para la labor de congresistas, es sumamente difícil de hacer. ¿A quién se parecerían? ¿A un gerente de una empresa grande? ¿A un miembro de un directorio? En cualquier caso, es evidente que tal no es el problema central con la actual representación parlamentaria en el Perú, sino la tremenda erosión que han sufrido los partidos políticos y su incapacidad para atraer y formar buenos cuadros políticos.
En el caso del reciente aumento del sueldo de la Presidencia de la República, la situación es diferente. Evidentemente, no es un cargo que alguien ejerza o deje de ejercer por el depósito mensual. Pero sí es cierto que la remuneración era cerca de la mitad de lo que reciben los ministros que la mandataria lidera, y estaba bastante por debajo de otros presidentes de la región. Lo adecuado y decoroso, sin embargo, hubiera sido aprobar el aumento de sueldo para que sea aplicable recién desde agosto del 2026, no para la presidenta actual. La Constitución de Estados Unidos, por ejemplo, demanda que los incrementos salariales de congresistas solo entren en efecto luego de la siguiente elección.
Si bien hay aristas fiscales directas en estas discusiones, dada la reducida cantidad de personas involucradas, estas no son demasiado profundas. Lo que sí es relevante es la señal que envían al resto del aparato público y la sociedad. ¿Con qué legitimidad se pueden luego negar aumentos a jueces, policías o maestros si los que toman las decisiones duplican su salario cada cierto tiempo? La percepción de que las altas autoridades están ahí solo para ganar un buen sueldo, además, daña seriamente la confianza en el sistema.
Eso es lo que lleva a la discusión de fondo. Los salarios de todos los ministros, congresistas y la presidenta, sumados, equivalen a lo que gasta en personal y obligaciones sociales la Municipalidad Provincial de Jaén, en Cajamarca, por poner un ejemplo, o aproximadamente 0,04% del presupuesto del Estado para remuneraciones. Estas discusiones de ingresos de altas autoridades, pues, atractivas como son por la carga emocional y política que conllevan, no deberían distraer de debates mucho más urgentes sobre la política remunerativa y de gestión del personal del Estado en general. ¿Cómo reducimos los puestos de trabajo de funcionarios poco productivos o redundantes? ¿Qué hacemos con la estabilidad laboral cuasi absoluta de varios? Y, al mismo tiempo, ¿cómo le damos una línea de carrera competitiva y predecible a los que hacen bien su trabajo y se esfuerzan por ser cada vez mejores? ¿Cómo atraemos el mejor talento? Son más de 1,5 millones de servidores públicos, cerca de un cuarto de los trabajadores formales del Perú. Son el corazón del Estado.
En la confrontación entre, de un lado, la retórica populista que demanda bajar los sueldos de los altos funcionarios y, del otro lado, la frivolidad de algunos para subirlos injustificadamente, se pasa por alto lo que realmente importa. El Estado es mucho más que sus cabezas visibles. Ojalá al menos alguito de eso escuchemos en la campaña que se viene.