Diego Macera
El Comercio, 7 de setiembre del 2025
“No será tan fácil quebrar el país, aun si elegimos mal en las próximas elecciones”.
Habría que estar algo loco para defender la institucionalidad del Perú como un parangón de virtudes y fortalezas. ¿Acaso no hemos tenido siete presidentes en los últimos 10 años? Nuestro ministro del Interior promedio dura menos que el Mundial de Desayunos (aproximadamente tres meses). La mayoría de los partidos políticos –y vaya que son varios– no son mucho más que grupos de personas cuya única afinidad es buscar alguito de influencia personal. Si se encuentra una idea de política pública por ahí, es casi de casualidad. El Poder Judicial hace agua y el conflicto dentro de la fiscalía es de vergüenza ajena (aunque quizá debería ser propia). Las mafias de todo tipo acechan. ¿Quién, pues, en su sano juicio, podría estar conforme con las cosas así? Peor aún: ¿quién podría sentirse tranquilo con las elecciones generales a poco más de seis meses?
Y, sin embargo, el Perú resiste. El monotema de cualquier extranjero cuando habla sobre el Perú es su sorpresa sobre la resiliencia del país y de su economía frente a la tómbola de presidentes encarcelados. Aparecen historias sobre cuerdas separadas (que existen solo en cierto imaginario colectivo). Se buscan otras explicaciones más o menos esotéricas. Algunos especulan que en realidad la informalidad es nuestra arma secreta contra los vaivenes políticos. Si la mayoría de las personas vive ajena a las normas, razonan, entonces un presidente más o un presidente menos no importa. Esto no es cierto, pero ahí sigue el mito.
Antes de que empiece a calentar el calendario electoral y las ansias de varios se disparen, no estaría de más hacer una pausa sobre este punto de la debilidad institucional. Es cierto que el sistema democrático del país tiene enormes brechas, y el aparato público igual. Pero también es justo reconocer, por ejemplo, que ese mismo sistema de control del poder estuvo activo y vigente durante el asalto a la democracia que intentó el expresidente Pedro Castillo. Cuando realmente se necesitaba que el Congreso ejerciera su función más elemental –la de defender el orden constitucional–, este estuvo a la altura. Cuando las fuerzas del orden –la policía y Fuerzas Armadas– tuvieron que decidir de qué lado estaban el 7 de diciembre del 2022, se alinearon correctamente. El periodismo independiente también jugó su papel. E incluso la fiscalía y el Poder Judicial, tan venidos a menos, respondieron. Las instituciones funcionaron. No quiere decir esto que nuestra democracia sea invencible a asaltos (y el de Castillo fue uno particularmente torpe), pero sí que, por lo menos, en esa prueba ácida, salimos aprobados. Es más de lo que pueden decir otros países de la región.
A favor de nuestra tan alicaída institucionalidad se puede decir también que los embates para convocar una asamblea constituyente parecen haberse ido apagando. En el fondo, esa es la última línea roja. El Perú debería estar mucho mejor de lo que está hoy (con los precios de exportaciones que tenemos, es una pena no estar creciendo uno o dos puntos del PBI más rápido), pero mientras haya un respeto básico por el marco constitucional, es difícil anticipar un colapso real. En las últimas décadas, la mayoría de los países de la región que tuvieron serios problemas políticos, económicos o sociales (como Bolivia, Ecuador y Venezuela) tuvieron como precedente la reforma parcial o total de la Constitución a criterio del caudillo de turno. Si bien algunas tiendas políticas permanecen obcecadas con la asamblea constituyente, a estas alturas, con la división política actual, parece poco probable que consigan mayoría suficiente en el próximo Legislativo. Y ese es un gran indicador a favor de la estabilidad.
Hay quienes son rápidos en señalar que todo esto es, en realidad, un castillo de naipes. Que a la primera que se pueda, un cuarto de la ciudadanía se muestra dispuesta a patear el tablero democrático. Lo que no dicen es que, mirado a la inversa, eso mismo significa que hoy la gran mayoría, más bien, está a favor de mejoras graduales al sistema, y en contra de tirar todo por la borda. Las familias peruanas, en promedio, han tenido una mejora notable en las últimas tres décadas, y no están tan dispuestas a jugársela. Hay patrimonio, poco o mucho, por perder. Hay proyectos personales por cumplir. El crecimiento de la clase media no es solo, en ningún lado, un factor económico. Es un ancla social y política.
El punto de fondo es que no será tan fácil quebrar el país, aun si elegimos mal en las próximas elecciones. Esto no quiere decir que no se pueda hacer mucho daño con un Ejecutivo como el que elegimos en el 2021 y un Congreso desbocado, pero sí que escenarios apocalípticos parecen poco probables, y que existe algún tejido institucional que –llegado el momento– debería dar pelea.
Hay, sí, dos matices que conviene tener en cuenta. El primero es que, con suficiente apoyo popular y algo de control de las cortes, se puede jugar al borde o fuera de la constitucionalidad y salvar cara. El expresidente Martín Vizcarra lo demostró con su cierre del Congreso. El segundo es que la presencia de mafias organizadas en lo más alto de la política sí puede alterar el curso del país de manera estructural. Todavía no estamos ahí, pero no es un riesgo menor despertarnos en unos años con un país secuestrado, de pies a cabeza, por bandas ilegales.
Si todo esto suena demasiado mediocre, es porque lo es. No colapsar no es suficiente. No es suficiente para ese cuarto de peruanos que se sienten desplazados del sistema. Tampoco será suficiente para poner en marcha tantas reformas necesarias dentro del Estado (salud, educación, infraestructura, seguridad, etc.). Pero podría ser suficiente para comprar algo de tiempo mientras se fortalece, poco a poco, el tejido político y económico de cara, ya, al 2031. La complacencia con la situación actual no es una opción, pero tampoco se puede pretender que hay cambios posibles de la noche a la mañana. La construcción institucional toma tiempo y no hay atajos. Y en ese proceso, vale recordar que algo, aunque sea muy poco y con retrocesos, se ha podido construir mientras nos acercamos a abril del 2026.
Estos argumentos no serán los más populares. Si entrecierran los ojos, las generaciones más jóvenes quizá podrían ver en esta columna el meme del perro que desayuna impasible con su taza de café rodeado de un incendio. Lo socialmente correcto en estos espacios, pues, es más bien denunciar que todo está pésimo, que vamos rumbo al inevitable colapso y que quien no lo vea es un ingenuo o un mafioso, rasgarse las vestiduras por la próxima elección, o gritar lobo. Pero una dosis de pausa o incluso –¡sacrilegio!– de optimismo, tampoco nos caería mal. A lo mejor, quién sabe, si nuestra tan denostada institucionalidad nos lo permite, hasta logramos tener cinco años políticos aburridos y normales.