Diego Macera
El Comercio, 5 de octubre del 2025
“La política nacional y global ha tenido un marcado giro hacia la degradación de las formas”.
“No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”, cantaba Joaquín Sabina sobre un amor perdido en Buenos Aires. En Argentina a nosotros no se nos ha extraviado nada, pero la nostalgia por un pasado imaginario sí está vigente entre quienes añoran una clase política nacional que imaginan, en décadas pasadas, repleta de notables, honorables y sabios que paseaban por corredores del Congreso debatiendo con modales de noble inglés las virtudes de Heródoto, Voltaire y Borges. Ese recuerdo habla menos de los políticos antiguos y más de nuestra mala memoria.
Dicho eso, sería imposible no reconocer que la política nacional y global ha tenido un marcado giro hacia la degradación de las formas. Personajes histriónicos, agresivos, populistas y polarizadores siempre hubo en todas las latitudes y en todas las épocas; no hace falta engañarse. Lo que preocupa ahora es que esas parecen ser las principales formas de hacer política.
A escala internacional, líderes con retórica hecha para las redes sociales –que fomentan la división sin ninguna intención de acercar a las partes– destacan en países como Inglaterra, Argentina o España. Lo que ha sucedido con la Casa Blanca, no obstante, merece un capítulo aparte. Uno puede estar a favor o en contra de determinada política de la administración del presidente de EE.UU., Donald Trump, pero es innegable que los actos y formas que adopta para tratar con cualquiera que no comparta su visión de las cosas es algo que no se había visto al menos desde Richard Nixon en EE.UU. Desde las cuentas oficiales de la presidencia más poderosa del planeta se comparten videos generados por inteligencia artificial de opositores políticos enmarrocados, insultos gratuitos a otros líderes globales, ataques feroces a instituciones gubernamentales independientes, y amenazas de uso de toda la fuerza del Poder Ejecutivo –legítima o ilegítimamente– contra cualquiera que tenga una opinión ajena a la narrativa oficial. Para sus simpatizantes se trata apenas de estrategias políticas, retribución justificada, o simple humor presidencial, pero a nadie que haya estado prestando atención se le puede pasar que esto era antes impensable desde cualquier institución seria, y mucho menos desde la Casa Blanca.
A escala local, la campaña electoral del 2026 recién empieza, pero promete ser una fiesta de frases cortas y videos de máximo impacto –reales o falsos– para consumo rápido en redes. La democracia ‘fast fashion’. La primera iteración de golpes bajos será para las elecciones generales de abril, y se perfeccionarán las técnicas para las subnacionales de octubre. No es difícil pensar en personajes políticos nacionales, de los más encumbrados, que ya han hecho carrera así en los últimos años.
A primera vista, todo esto podría parecer algo frívolo. ¿Y qué si se usan uno o dos adjetivos en exceso? Si alguien se siente ofendido por un comentario subido de tono o un video de inteligencia artificial, pues que se busque un poco más de correa u otra profesión, ¿no?
Pero no es así. Las palabras en democracia importan. Importan doble si vienen de un aspirante a un cargo de elección popular, y triple si vienen de una autoridad electa o con poder. En primer lugar, porque marcan la pauta –directa o indirectamente– para el resto de la administración pública. Si desde los púlpitos más elevados se permite discriminar, insultar o ridiculizar a quien piensa distinto, ¿por qué no lo haría también el burócrata de nivel medio o bajo que debe atender al ciudadano o a la familia vulnerable?
En segundo lugar, esta carrera hacia abajo premia precisamente mucho de lo que –en democracia– se debería evitar. Las estrategias más exitosas de redes sociales no apelan –ni de cerca– a nuestra capacidad para el pensamiento crítico y los matices. Cuando Mario Vargas Llosa advertía sobre los riesgos del regreso al tribalismo más primario, en el que solo los que piensan como yo son los buenos y el resto debe ser tratado con hostilidad, no imaginaba la velocidad de la erosión democrática. El argumento es manido, pero no por eso menos válido: el vociferante, el maniqueo, el provocador, ellos llevan las de ganar más popularidad rápida. Son los que “dicen las cosas como son”, los que “no se acobardan”, los que “hablan claro”. Y al algoritmo eso le encanta. De paso, se ha perdido la vergüenza también en colocar en altas posiciones públicas a personajes que hace apenas una o dos décadas no hubieran podido acercarse a un despacho ministerial o al Capitolio. Para muchos, el decoro es cosa del pasado.
Por supuesto que, desde la invención de la radio, la elocuencia siempre ha sido premiada con alcances masivos –el conectar con la gente es importante–, pero es difícil pensar en otro momento en que la superficialidad salpicada de brillo y griterío haya sido más rentable. Las soluciones simples se venden con facilidad; de las que toman tiempo y esfuerzo, de esas nadie quiere escuchar mucho. Si el video no abre con cinco segundos cautivantes o si toma más de dos minutos, será complicado de vender. Y nos parece normal. La situación desincentiva a las personalidades más reflexivas, más dadas a los matices y a la pausa, de considerar una carrera política o de influencia en general. No quiere decir esto que necesariamente estas últimas sean siempre buenas, pero parece evidente que –en la construcción de políticas de Estado serias– son necesarias varias de ellas.
Finalmente, esta degradación es un pésimo ejemplo para niños y jóvenes que ven que desde las instituciones más poderosas del mundo se habla el lenguaje de grafiti de estadio. Se ha normalizado el ridículo y la patanería. Y si los más exitosos lo hacen, ¿por qué yo no? Este quizá sea el efecto más pernicioso del ciclo en el que se vive hoy: lo que quedará de ejemplo para las siguientes generaciones. ¿A quiénes decidirán imitar? ¿Quiénes son sus héroes? Hagamos el esfuerzo de preguntarles. Podrían no gustarnos las respuestas.
Esto puede sonar como la monserga típica de generaciones a las que se les acaba pronto el turno de liderar. Con “en mis tiempos no era así” podría resumirse la queja tradicional de quienes ya se toman en serio sus chequeos anuales con el médico. La respuesta sensata de los más jóvenes y optimistas es que, aún con baches y ajustes de por medio, las personas siempre encontramos las formas de entendernos mejor con nuevas tecnologías. La modernidad gana. Pero esta no es una ley de hierro, y aun si fuera cierta, el bache puede ser profundo. Lo suficiente como para ver hoy a las instituciones más respetables del mundo comportándose peor que colegiales. El hoyo no es trivial, pero quienes lo reconozcan esperen recibir su buena andanada de insultos por señalarlo en voz alta.