Diego Macera
El Comercio, 10 de agosto del 2025
“Si a pesar de todo los problemas aún no se solucionan, pues debe ser porque en realidad no eran tan simples de solucionar”.
Si tan solo hiciéramos esto, resolveríamos la informalidad. Basta aplicar esto otro y los problemas del transporte público desaparecerían. Pero si es tan simple como implementar esta siguiente idea para poner a raya la minería ilegal.
¿Cuántas veces hemos escuchado frases de este tipo? Son efectistas, fáciles de entender, concretas y prometen una solución rápida. ¿Y quién no quiere una solución rápida? A todos nos gustaría que la informalidad laboral bajara significativamente con algunos pequeños arreglos tributarios, que las calles de Lima fluyeran como ríos con buses más grandes, y que los pequeños mineros amanezcan mañana todos convertidos en ejemplos del ambientalismo y emprendedurismo formal por arte de magia.
Pero, lamentablemente, los problemas complejos casi siempre tienen soluciones complejas. Los ejemplos anteriores son el equivalente a las dietas milagrosas o procedimientos para perder peso: prometen todo como con varita mágica –una ajustadita por aquí y ya está–. La triste verdad es que, sin medidas complementarias, difíciles y de largo aliento, no sirven de mucho. Y a nadie le gusta que el mejor consejo que siempre dará cualquier nutricionista serio sea “come mejor y haz ejercicio el resto de tu vida”.
Hay dos tentaciones psicológicas en este campo. La primera es pensar que, si no hemos resuelto tal o cual problema social, seguro es adrede. Algunos recogen teorías de la conspiración absurdas –como que la élite no mejora la educación, porque no quiere trabajadores más despiertos–. Otros, más sensatos, apuntan a los intereses creados y su poder (piénsese, por ejemplo, en la minería ilegal o en la influencia de los sindicatos de médicos o de docentes). Si bien esta última tiene mérito, en casi ningún caso esa será la explicación completa.
La segunda tentación psicológica es pensar que, entonces, los políticos y burócratas quizá no son malintencionados, sino solo incompetentes. Esta es la más común. Que es evidente que, si tan solo supiesen que deben girar tal o cual perilla social hacia este lado, ¡puf!, problema resuelto. Pero esta posición denota una arrogancia peligrosa. Hay especialistas que se pasan la vida entera analizando en ocasiones solo una pequeña parte de algún problema sin llegar a una respuesta concluyente. Y, a pesar de que nuestro sector público ha venido deteriorándose en los últimos años, sería injusto pensar que por ahí nunca han pasado personas sumamente competentes en su campo, y que varias siguen ahí dando la batalla lo mejor que se puede. Pero si a pesar de todo los problemas aún no se solucionan, pues debe ser porque en realidad no eran tan simples de solucionar para empezar.
A riesgo de sobresimplificar –e irónicamente caer justo en lo que este artículo pretende criticar–, se podría pensar en seis rutas necesarias y complementarias para abordar problemas complejos.
La primera es confiar más en los especialistas. Nadie es infalible y el consenso a veces está equivocado, pero en general es bastante más probable que un grupo de profesionales que analiza desde hace décadas el mismo asunto sepa más de él que cualquier súbito iluminado de redes sociales que ofrece la poción milagrosa. La realidad casi siempre es más enredada de lo que aparenta a simple vista, y para entender una porción de ella se requieren años de preparación. Los expertos más cuidadosos típicamente recomendarán no intentar reinventar la pólvora, sino adaptar al contexto local –lo mejor que se pueda– aquello que ya demostró funcionar en otros lados.
Pero el especialista no evalúa en abstracto. Existe un marco conceptual o filosófico detrás. Aquí entra el segundo punto: principios o valores claros. Si estamos todos más o menos de acuerdo en que –por ejemplo– la democracia y el libre mercado no son principios negociables, desde ahí se puede avanzar mucho más rápido en desenredar el resto.
A menudo lo anterior será tema de debate político, lo que nos lleva a la tercera condición. Sin voluntad política no se puede. A fin de cuentas, es la autoridad política, democráticamente elegida, la que debe trazar el rumbo de principios, convocar a los mejores técnicos que se alineen con estos, y luchar contra otros intereses que se opondrán a reformas necesarias. No habrá mejores políticas sin mejores políticos.
En cuarto lugar, todas las sociedades deben darse espacio para ir corrigiendo sobre la marcha. Cualquier intento de mejora puede fallar. Habrá errores. Pero esto es parte del proceso y un reconocimiento de que la realidad es más difícil de lo que cualquier modelo teórico puede comprender. En el Perú, especialmente, la tolerancia al legítimo error –que no es lo mismo que la negligencia, dolo o incompetencia– es muy baja. En circunstancias especiales, los cambios deben ser drásticos –como en el caso de las reformas liberales de inicios de los noventa en el Perú o las recientes de Argentina–, pero en contextos normales lo más común es que cambios graduales, sujetos a un cuidadoso ensayo y error, den mejores resultados.
Lo siguiente –que se desprende del punto anterior– es la humildad. No tenemos las respuestas para todo. Es cierto que ningún aspirante a presidente ganará las elecciones apareciendo dubitativo; queremos candidatos con ideas claras. Pero también es cierto que en la necesidad de aparentar convicciones firmes hay, a veces, más ignorancia que en una duda honesta, aquella que intenta hallar equilibrios entre dos o más posiciones difíciles de reconciliar. En vez de ir velozmente por una ruta clara pero equivocada, sería más eficiente invertir a veces un tiempo en entender mejor el problema. Pero para eso debemos sentirnos cómodos primero confesando nuestra propia ignorancia.
Finalmente, nada de esto será posible sin una dosis de paciencia. Es inevitable la sensación de injusticia, indolencia y hasta frivolidad de pedirle paciencia a quien ha esperado años por acceso adecuado a, digamos, agua, salud o seguridad. Pero no hay otro camino. Soluciones inmediatas, milagrosas, para problemas complejos no existen. Solo dilapidan recursos, tiempo y confianza en el sistema, al tiempo que arrasan con las expectativas que generaron. Se debe hacer todo lo posible para avanzar rápido, y en la mayoría de campos pueden lograrse mejoras significativas en pocos años. Uno o máximo dos períodos presidenciales, bien utilizados, deberían ser suficientes para corregir lo más apremiante y dejar el país enrumbado. Uno o dos períodos más y casi todas las brechas podrían estar cerradas. Pero nada será de la noche a la mañana, y quien diga lo contrario está mintiendo.
La conclusión de todo esto, pues, no es tan feliz. Es, más bien, un poco decepcionante. Significa que no hay fórmula mágica que nuestro entendimiento de la realidad es limitado y que tenemos que ser pacientes mientras ensayamos diligentemente, y a veces con equivocaciones. Nadie quiere escuchar eso. Queremos escuchar que la solución evidente está a la vuelta de la esquina, y que quienes se interponen entre nosotros y nuestro paraíso prometido son los malvados y los incompetentes a cargo. Requiere seriedad y madurez democrática aceptar que muchos problemas no son fáciles de resolver y toman tiempo. Pero ningún candidato ganó nunca diciendo eso.