Daniela Ibáñez de la Puente
El Comercio, 13 de agosto del 2025
“Nuestras emociones, adaptativas en un contexto ancestral, pueden resultar disfuncionales en el entorno político moderno”.
El otro día, el reputado psicólogo Jonathan Haidt compartió en sus redes sociales la siguiente frase atribuida al biólogo Edward O. Wilson: “El problema real de la humanidad es el siguiente: tenemos emociones paleolíticas, instituciones medievales y tecnología nivel Dios”. La frase me pareció brillante porque resume, en pocas palabras, la desconexión temporal entre los diferentes niveles en los procesos de decisión (individual, social, sistémico). De manera fascinante, podemos aplicar lo que dice Wilson a un diagnóstico sobre por qué la política es un fenómeno tan difícil de comprender.
En el primer nivel nos referimos al proceso de decisión individual, el que involucra a cada uno de nosotros. Solemos pensar que las emociones son meramente impulsivas y carentes de lógica; sin embargo, en realidad son mecanismos especializados de procesamiento de información que coordinan respuestas fisiológicas, motivacionales y perceptivas. Las emociones permiten agilizar la toma de decisiones. El problema, como bien señala Wilson, es que los procesos emocionales actuales fueron moldeados para responder a situaciones del Paleolítico. La evolución es lenta, y los humanos no nos hemos adaptado completamente a las circunstancias modernas.
Esto plantea un desafío para la política, pues nuestras emociones fueron “diseñadas” para enfrentar problemas propios de pequeñas sociedades cazadoras-recolectoras, no de comunidades globalizadas y altamente interconectadas. Un caso ampliamente estudiado en psicología política es el del disgusto o repulsión, emoción que surgió para proteger el sistema inmunitario de patógenos. Aunque podríamos pensar que se limita a contaminantes físicos, la lentitud del cambio evolutivo ha hecho que se extienda a la esfera moral, generando reacciones de rechazo hacia quienes se perciben como diferentes, como inmigrantes o minorías sexuales.
El miedo funciona de manera similar. Esta emoción activa el sistema de vigilancia ante señales de peligro percibidas, lo que puede llevar a sobre generalizaciones sobre grupos externos. Investigaciones muestran que las personas más propensas al miedo tienden a preferir medidas punitivas o restrictivas, como el control migratorio, inclusive cuando los datos no indican que se deberían de tomar este tipo de medidas.
También está la ira, cuya función original era castigar a quienes violaban normas de justicia o cooperación. En grupos pequeños, sentir rabia hacia alguien implicaba corregir conductas para mantener la cohesión. El problema es que, en la actualidad, la ira puede dirigirse contra grupos abstractos o personas con las que nunca hemos tenido contacto directo. Los políticos, y a veces los medios de comunicación, amplifican esta emoción de forma estratégica para movilizar votantes.
En suma, este primer nivel muestra cómo nuestras emociones, adaptativas en un contexto ancestral, pueden resultar disfuncionales en el entorno político moderno. En la siguiente columna continuaremos explorando los otros dos niveles.