Daniela Ibáñez de la Puente
El Comercio, 27 de agosto del 2025
“A nivel de instituciones informales, los gobiernos regionales reproducen dinámicas caudillistas”.
En la anterior columna citamos al biólogo Edward O. Wilson: “El problema real de la humanidad es el siguiente: tenemos emociones paleolíticas, instituciones medievales y tecnología nivel Dios”. Esta frase resume un dilema actual: el desfase entre tres niveles de decisión clave en la sociedad –el individuo, las instituciones y el sistema en su conjunto–.
Las emociones, como herramientas evolutivas, guían nuestras decisiones, pero en política esto se convierte en un problema. La evolución es lenta, y seguimos actuando bajo lógicas del pasado. Lo mismo ocurre con las instituciones, cuyo ritmo de cambio es aún más limitado.
El Nobel Douglass North definía las instituciones como “las reglas de juego” de la sociedad, que pueden ser formales (leyes, normas escritas) o informales (cultura, costumbres). En el caso peruano, tanto las instituciones formales como las informales exhiben rasgos de medievalismo, con dinámicas ancladas en el pasado.
Un ejemplo claro son los gobiernos regionales. Estos manejan en promedio el 20% del presupuesto público nacional, pero funcionan como feudos autónomos, ineficientes y muchas veces capturados por caudillos locales. El caso del megapuerto de Corío en Arequipa ilustra el problema: tras años de observaciones técnicas, el proyecto fue nuevamente suspendido a pedido del gobierno regional. La razón: se exige que se realicen estudios de demanda de transporte, con el fin de que el proyecto sea ejecutado como una asociación público-privada de iniciativa estatal, y no mediante una habilitación portuaria administrativa, lo que da mayor discrecionalidad al Estado y menor autonomía al privado. La comparación con el megapuerto de Chancay, desarrollado exitosamente bajo liderazgo privado, es inevitable. Pero en Arequipa, la “mano feudal” del gobernador regional pesa más que reglas modernas de eficiencia y competitividad.
A nivel de instituciones informales, los gobiernos regionales reproducen dinámicas caudillistas. La lealtad personal pesa más que la meritocracia, y las decisiones claves se concentran en figuras con poder desmedido. La contraloría estimó en el 2021 que el 21% del presupuesto regional se perdía en corrupción, el porcentaje más alto de todos los niveles de gobierno. Desde entonces, estos estudios dejaron de publicarse, lo que refleja la débil capacidad de supervisión.
El panorama se agrava con la lentitud tecnológica del Estado. Mientras la burocracia se escuda en trámites interminables, se resiste a incorporar herramientas digitales que podrían reducir drásticamente tiempos y costos. La aprobación de expedientes técnicos, estudios ambientales o procesos judiciales se convierte en un calvario. En un mundo donde la tecnología avanza a ritmo exponencial, nuestras instituciones siguen atrapadas en la Edad Media.
En síntesis, el Perú enfrenta un desfase crítico: ciudadanos que reaccionan con emociones paleolíticas, instituciones que operan como feudos medievales y un Estado incapaz de aprovechar plenamente la tecnología disponible. La consecuencia es un país que frena su propio desarrollo, atrapado entre el pasado y el futuro. La gran pregunta es si tendremos la voluntad de modernizar nuestras reglas de juego para que acompañen –y no bloqueen– el progreso.