Por: César Guadalupe, Miembro del Comité Estratégico de Educación de IPAE
Gestión, 3 de octubre de 2019
Un sistema educativo es un asunto complejo que tiene diversas aristas que no pueden ser reducidas a un puñado de factores. Si bien la educación peruana ha experimentado progresos marcados en los últimos 25 años, hoy constatamos que estamos mal y olvidamos que estábamos sumergidos en una caverna profunda, así, lo avanzado nos ha permitido, con las justas, llegar a la superficie.
El avance ha descansado en cuatro ejes orientadores de la política educativa que se han mantenido casi inalterados desde mediados de los 90: foco en los aprendizajes, mejora de la docencia, inversión en infraestructura y equipamiento, e intentos de modernización de la gestión. A lo que se suma el incremento sostenido del presupuesto.
Sin embargo, lo logrado es insuficiente y coexiste con problemas mayúsculos que no han sido tocados (como la segregación). Avanzar supone abordar diversos problemas que hemos descuidado como la dinámica temporal del sistema educativo y su gobernanza.
Lo primero obliga a constatar que la crisis vivida entre 1975 y 1990 no se limita al pasado, sus efectos llegan hasta hoy pues la gran mayoría de la población adulta actual asistió a una escuela básica que difícilmente lograba sus propósitos dada su pauperización.
Lo segundo remite a que hemos asumido, desde 1905, que el sistema educativo debe operar de un modo centralizado y siguiendo una analogía mecánica: en el centro del sistema se toman las decisiones y un conjunto de aparatos burocráticos hacen que se traduzcan en la acción de todos los agentes del sistema a lo largo del país. Cuando hay “fallas” creamos mecanismos adicionales para “ajustar” a los actores. La historia demuestra que esta forma de actuar es inoperante porque quienes hacen el sistema (estudiantes, padres, docentes, gestores locales, etcétera) no son “piezas” de una maquinaria, sino agentes con intereses, visiones, y preocupaciones propias.
Por ello, un sistema complejo nunca es igual a su “diseño”; más bien es un resultado que emerge de la acción no necesariamente coordinada de los agentes. Necesitamos liberar las fuerzas y la creatividad de los agentes haciendo que la política educativa habilite ese accionar autónomo, y deje de lado su lógica prescriptiva.
Pero apostar por la autonomía de los agentes tiene riesgos si descuidamos los contrapesos; la experiencia de las universidades debería servirnos para entender que la autonomía necesita, para producir mejoras, de una supervisión independiente.
A su vez, un esquema de gobernanza que dé autonomía a las instituciones educativas requiere fortalecerlas en cosas como su escala: las escuelas estatales tienden a estar atomizadas y, por ello, se necesita identificar nodos que concentren los servicios de un espacio territorial común que, además, podrían dar una mirada coherente a toda la trayectoria escolar por la educación básica rompiendo con la fragmentación actual asociada a la operación separada de cada nivel educativo.
Asimismo, el proceso de descentralización que hemos vivido adolece de muchos problemas y no parece recomendable cambiar una burocracia centralista, por 25 burocracias igualmente centralistas, pero a menor escala. La descentralización que importa en el mundo educativo es la que asigna recursos, competencias y herramientas de gestión a cada institución y acompaña esto con una supervisión que asegure condiciones básicas de calidad para todos los servicios.