César Campos R.
Revista COCKTAIL N° 42
A principios de los años 80 del siglo pasado, Gabriel García Márquez manifestó en un artículo periodístico su sorpresa por los apuros con que la recién conformada comisión de las celebraciones por los 500 años de la conquista europea del territorio americano (ya desde entonces llamada “encuentro de dos mundos” en clara apelación a un amable eufemismo) emprendía su laboriosa tarea en Andalucía, España. “Nos queda poco tiempo”, escuchó decir a uno de sus miembros, faltando poco más de una década para el iconográfico 12 de octubre de 1992.
Quizás muchos han olvidado la enorme parafernalia que rodeó a tales celebraciones, las mismas que tuvieron su cénit en la Exposición Universal de Sevilla. La magnitud de los actos políticos, culturales, religiosos, de revisión histórica y otros, fue enorme. En el Perú – complicados por el autogolpe de Alberto Fujimori, pero animados por la captura del líder terrorista Abimael Guzmán – hubo correspondencia adecuada al espíritu reflexivo que la fecha convocaba.
Para los efectos de conmemorar el bicentenario de nuestra independencia, no hemos tenido sin embargo la misma aprensión. En setiembre del 2016, el Congreso dio nacimiento a una Comisión Especial Multipartidaria y recién el 2018, el Poder Ejecutivo tomó cartas en el asunto creando el Proyecto Especial Bicentenario de la Independencia del Perú, adscrito a la presidencia del Consejo de Ministros. Y el año pasado, este proyecto pasó a depender del ministerio de Cultura, en una demostración cabal de cómo nuestras autoridades condenan a la irrelevancia la dimensión del acontecimiento.
Quizás esta aparente desatención fue premeditada y agorera. Nada hay que celebrar. Y nada celebraremos en medio de este clima de inminente guerra civil donde nos hundimos paso a paso. Y muy poco conmemoraremos pues – como ya lo he sostenido en esta columna hace un año – los pasivos institucionales de esta falsa república que vivimos son más grandes que los activos emocionales. Activos que pueden convertirnos en la mejor barra de un mundial de fútbol, llorar juntos entonando “Contigo Perú”, participar con fervor en las procesiones católicas y siendo mayoritariamente cordiales con el visitante extranjero. Punto final.
A fuerza de majadería, reitero: “Lo peor de todo es que el bicentenario nos sorprenderá además en el centro de una pandemia todavía incontrolable y unas elecciones generales de pronóstico escabroso. No hay que ser un pesimista consuetudinario para augurar que se nos viene un elenco político tan nocivo como el COVID-19. Un presidente-caudillo junto a un Congreso fraccionado y muy enraizado en los intereses fácticos que dominan – y dominarán – la agenda del próximo quinquenio. Me temo que nos aproximamos a un ciclo rupturista, indeseable, pletórico de incertidumbres donde no calzarán las líneas paralelas de la política y la economía” (COCKTAIL N° 31, agosto 2020).
Es virtud del gobierno de Francisco Sagasti haber superado (a trompicones, pero con cierta eficacia) la herencia negligente y asesina de Martín Vizcarra en materia de lucha contra la pandemia, especialmente el ángulo de la adquisición de las vacunas.
Pero es su defecto carecer de visión sobre las bases que debía dejar siquiera para el mínimo entusiasmo ciudadano en torno a los 200 años. De repente no son las bombardas a reventarse la víspera del 28 de julio, ni los cantos vernaculares dispuestos a nivel nacional. Ahora que nos ahoga Bizancio – repitiendo el verso de Vallejo – el reto era el único balance fatal y dramáticamente cierto: no somos república, no somos ahora un país viable, no somos democracia.
Gracioso es repetir el sonoro himno patrio que no debemos faltar al voto solemne elevado al eterno, so pena de negar las luces del sol. Esas luces, muy doloroso decirlo, se han apagado por tiempo indefinido.a