Por: César Peñaranda, Economista
Gestión, 10 de diciembre de 2018
Desde el punto de vista económico (peor político) el 2018 no ha sido un buen año, no obstante ser mejor que el 2017 (2.5%), pues el estimado de crecimiento del PBI es de 3.8%, con lo que la tasa promedio del quinquenio 2014-2018 será de 3.5%.
Dicho resultado se ubica en el borde de lo que el país requiere para no incrementar pobreza, pero debajo de la tasa mínima (4%) para dar oportunidad de empleo a los 270 mil trabajadores que se incorporan anualmente al mercado de trabajo y menos poder progresivamente sacar del subempleo a los trabajadores que están en esa condición (47% de la PEA), por lo que este problema y el asociado de la informalidad seguirán complicándose, además por efecto de otros factores que también inciden. El Perú crecería este año y el quinquenio señalado ligeramente por debajo del promedio mundial (3.9 y 3.6%, respectivamente).
El 2019 será similar, pues nuestra proyección preliminar es que el PBI crecería 3.7%, como resultado de un menor crecimiento de la demanda interna, tanto del consumo como la inversión, en particular en este último caso la asociada al sector público por la presencia de nuevos gobernadores y alcaldes que requerirán prudencial periodo, tres a seis meses, para estar en posición de ejecutar sus presupuestos de inversión.
Tengamos presente que lo realizado este año por las autoridades vigentes estará en el entorno del 70%. Reitero que en el tema de inversión el drama no es la carencia de recursos, no obstante insuficientes para atender las múltiples necesidades, si no la deficiente gestión, más el agudo problema de la corrupción (1.5% del PBI).
En el corto-mediano plazo, 2019-2020, la atención del Ejecutivo deberá estar concentrada en consolidar las finanzas públicas y dinamizar la inversión. Para lo primero, insistimos, es indispensable una reforma tributaria integral, no son suficientes e incluso en algunos casos negativos los ajustes realizados.
Respecto de la inversión se torna cada vez más urgente potenciar las asociaciones público-privadas, simplificar los procesos administrativos, desmantelar regulación claramente innecesaria (poner coto al sesgo regulatorio), eliminar trabas y barreras burocráticas, así como adelantarse y cuando se presentan darle manejo profesional a los conflictos sociales, a la par con expandir e intensificar el fondo de adelanto social con lo que se reduce la presión social y se crea un mejor ambiente para explicar los beneficios de las inversiones, en especial las minero-energéticas que tienen por lo demás vasos comunicantes con los sectores manufactura, construcción y servicios.
Con visión de mediano-largo plazo, en el sentido que los resultados tomarán más tiempo en sentirse, debe continuarse con las reformas políticas y del sistema judicial iniciadas, a las que ya debe sumarse la pertinente al Ejecutivo en sus tres niveles (nacional, regional y local), lo cual asegura poder consolidar la institucionalidad, aspecto en que estamos muy rezagados como se desprende del último Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial. A la par con ello poner énfasis en las reformas, políticas y acciones conducentes a incrementar la productividad de los agentes económicos, para por esta vía reducir costos reales y aumentar la competitividad.
La estrategia resumida para el corto-mediano-largo plazo la hemos comentado en innumerables oportunidades en esta columna, precisado en diversos artículos semanales en la revista La Cámara de la CCL y detallado en mis últimos dos libros: “Agenda económica para el cambio” (2008) y “Política económica y crecimiento” (2017).