La noción de educación ciudadana es por todos conocida. Lo menos conocido es que dicho concepto surgió en la república temprana y desplegó su potencialidad durante el primer civilismo (1872-1876).Manuel Pardo, – filósofo y economista, además de líder del Partido Civil- fue el gran inspirador de un proyecto educativo que combinaba el pragmatismo de una burguesía emergente y el espíritu humanista demandado por una república en reconstrucción.
El tema pedagógico fue fundamental en la campaña que lo llevó a la presidencia. Se “ha fundado una escuela política”, señaló al asumir la presidencia del Colegio Electoral, el 16 de noviembre de 1871; “se ha iniciado al pueblo en los misterios del gobierno propio (…) para que la voluntad de cada ciudadano sea debidamente utilizada en la fuerza motriz que da impulso a la nación”. La vida republicana necesitaba virtudes opuestas a las tradicionales: “la paciencia de la firmeza, la moderación de la fuerza, el empeño de la razón”. Con ellas se enfrentarían las crisis que amenazaban “las libertades civiles y los derechos de los pueblos”.
Desde 1872 hasta 1876, la educación cívica formó y socializó al ciudadano de la “República Practica”. La promulgación de la Ley de Instrucción, de la Ley Orgánica de Municipalidades y la fundación de la Guardia Nacional coincidieron con las expectativas de un sector social emergente. Este grupo, pequeño pero importante en participación política, comprendió que el proyecto educativo, el modelo de autogobierno municipal y la refundación de la Guardia Nacional habrían posibilidades de movilidad social y aportaban instrumentos para promover orden y progreso.
La participación del estado en la educación se manifestó, entre otras cosas, en la contratación de maestros y en la publicación del “Catecismo civil de los deberes y derechos del ciudadano”, texto oficial de la Secretaría de Educación para las escuelas primarias. Publicado en 1874, fue adaptado a la Constitución, sintetizando civismo y prácticas religiosas. La organización del manual, a través de preguntas y respuestas, colaboró en la memorización de los temas que intentaban relevarse: sociedad civil, república, mérito y comportamiento cívico.
La promoción de la educación trascendió al medio urbano. Se dispuso, para tal efecto, la difusión nacional de la “Gramática y diccionario español-quechua-español”, de José D. Anchorena, ordenándose la impresión de mil ejemplares para ser distribuidos a nivel del país. Dicha publicación tuvo por finalidad capacitar a los profesores en la tarea de traducir el mensaje del civilismo al quechua.
Los anhelos de la administración civilista no eran novedad. Numerosos núcleos intelectuales fueron parte de los esfuerzos de la reforma educativa, que circularon desde mediados de la década de 1840. Conformados por profesores universitarios y de colegios, limeños y provincianos, estos grupos fortalecieron sus expectativas con la Ley de Instrucción de 1855, promulgada durante el cogobierno de Ramón Castilla y la Convención. José Arnaldo Márquez, de cuya labor nos ocuparemos próximamente, es ejemplo del papel cumplido por las vanguardias intelectuales del civilismo y de su intento por acercarse al mundo del trabajo. Ahora que se propone “reescribir” toda la historia republicana, bueno es recordar estas iniciativas