Un fantasma recorre el sur de América Latina: el fantasma de la corrupción. La coordinación con la que se fantaseó cuando en el poder de Argentina, Brasil y Chile se establecieron presidentas de signos políticos afines fue sustituida por un eje menos edificante. Cristina Kirchner, Dilma Rousseff y Michelle Bachelet están envueltas en escándalos. Como de costumbre, las desviaciones morales se vuelven más visibles a contraluz del malestar económico. La prosperidad que habían prometido el kirchnerismo, el PT y el socialismo se ha vuelto muy dudosa. Antes de alcanzar el ideal de la república igualitaria, las sociedades sudamericanas quedaron atrapadas en las miserias de una república deshonesta.
La de Chile es una pesadilla inesperada. Comenzó en agosto pasado, cuando se descubrió que Penta, un holding financiero e inmobiliario, facturó servicios inexistentes para financiar a dirigentes de la Unión Demócrata Independiente, una fuerza de derecha. Hubo derivaciones sorprendentes. Se descubrió que la empresa Sociedad Química y Minera de Chile (Soquimich) había suministrado fondos irregulares a algunos legisladores de Nueva Mayoría, la alianza de izquierda que lidera Bachelet. Una conexión escabrosa: Soquimich pertenece al exyerno del dictador Augusto Pinochet, Julio Ponce Lerou. La oleada alcanzó a Bachelet cuando se supo que Natalia Compagnon recibió un crédito del Banco de Chile de 10 millones de dólares, destinado a comprar terrenos rurales, que fueron revendidos después de una recalificación para uso urbano. Compagnon fue acompañada por su esposo, Sebastián Dávalos Bachelet, hijo de la presidenta. En la operación ganaron alrededor de dos millones de dólares.
Dilma Rousseff debe mirar ese nueragate como un juego de niños, al lado de su propio terremoto: Petrobras. Y se insinúa un nuevo pozo negro en el Ministerio de Finanzas. El fin de semana pasado los empresarios en prisión llegaron a 20. Petrobras no presenta sus estados contables porque desnudaría fraudes por 10.000 millones de dólares. Ya hay 42 políticos involucrados, casi todos de la alianza gobernante. La propia presidenta ha sido despeinada: varias empresas sospechadas financiaron su campaña; y cuando fue ministra de Lula da Silva presidió el Consejo de Administración de Petrobras.
Las andanzas de la argentina Cristina Kirchner no trascienden la esfera familiar. El contratista de obra pública Lázaro Báez, señalado como testaferro de la presidenta y de su esposo, el fallecido Néstor Kirchner, está siendo investigado por lo que sería una gigantesca operación de lavado de dinero. Báez acostumbraba a alquilar costosas habitaciones en hoteles de los Kirchner. Se presume que esos pagos retornaban al matrimonio convertidos en sobornos. Sólo en seis meses se habrían girado a sociedades off shore más de 10 millones de euros.
El impacto de estos escándalos es más agresivo por la procedencia política de Kirchner, Rousseff y Bachelet. Las tres llegaron al gobierno con las banderas de la izquierda y, por lo tanto, con el compromiso de modificar el vínculo entre el Estado y el mercado, entre el poder y los negocios. En el ABC de la indecencia que han formado Argentina, Brasil y Chile hay que dar la cara por la desviación de fondos mientras se administran economías estancadas.
Bachelet es la más mortificada. En Chile la corrupción es inusual. El país ocupa el puesto 21/175 del ránking de Transparencia Internacional. Brasil está en el lugar 69 y Argentina en el 107. Además, para la izquierda haber tocado una moneda ligada a Pinochet es una vergüenza insoportable.
El PT de Rousseff, en cambio, perdió el candor en 2005, con el mensalão, que llevó a prisión a varios de sus directivos. Y para el kirchnerismo el escándalo constituye un hábitat natural: entre 2003 y 2008 los Kirchner ya habían multiplicado su patrimonio 578 veces.
La diversidad de antecedentes determina la disparidad de expectativas. Por eso la corrupción tiene una proyección distinta sobre la política en cada país. La imagen positiva de Bachelet se derrumbó en un año del 60 al 30%. Dilma está en un infierno que sólo experimentó Fernando Collor: 13%. Los brasileños preparan otra marcha contra ella para el 14 de abril. En cambio Cristina Kirchner, que también soportó movilizaciones, conquista el beneplácito del 47% de la población. El resto la condena.
La hipótesis más elemental para desentrañar las divergencias es que los argentinos toleran la corrupción mucho más que los chilenos y los brasileños. Según la consultora Isonomía, sólo el 10% cree que el problema es más grave que la inseguridad o la inflación.
También influyen las estrategias para lidiar con la crisis. Bachelet se flageló en público. Despidió a su hijo y proyectó un refuerzo en los controles sobre los funcionarios.
Cristina Kirchner, en cambio, jamás ofrece explicaciones. Prefiere denunciar un complot de los medios, las empresas y el «partido judicial», para boicotear su gestión, destinada a los desamparados. En otras palabras: para la presidenta argentina las denuncias de corrupción son una coartada de «ellos», los privilegiados, contra «nosotros», los garantes de la igualdad. Esta descripción supone una política: el kirchnerismo renunció a representar a los sectores medios, que son los más indignados con la malversación de sus impuestos.
Dilma es un personaje en transición. Reconoció irregularidades y anunció reformas. Pero el PT se está kirchnerizando. Convocó a salir de casa para defender al gobierno. Y ayer su presidente, Rui Falcao, repitió la tesis argentina: los sectores concentrados y la prensa pretenden condicionar la voluntad popular. Renace la denuncia de Lula: hay un ataque de las «élites blancas».
La deriva de Rousseff es enigmática. La polarización hace juego con el mapa electoral: Brasil está partido por la mitad. El norte, subsidiado, votó al PT. Y el sur, más acomodado, pidió el cambio. ¿Caerá Dilma en la tentación de Kirchner? ¿Gobernará para uno solo de esos dos países? Joaquim Levy, el ministro de Hacienda, se debe estar haciendo la pregunta. Él tiene que seducir con su política económica a aquéllos a los que están demonizando.