Por: Carlos Meléndez
Gestión, 14 de diciembre del 2022
Decir que las crisis son oportunidades parece tener sentido solo para la izquierda en Perú. Pocos días después del abrupto final de un gobierno improvisado, desastroso y corrupto, precipitado por una burda e infructuosa maniobra golpista, increíblemente, los representantes de estas fuerzas se encuentran estableciendo la agenda. Han logrado el adelanto de elecciones, la mayor movilización social descentralizada de los últimos veinte años y la inestabilidad de la sucesora constitucional. Y van a por más. En vez de sufrir el desprestigio de su fracaso, la vergüenza de su corrupción y la evidencia de su cinismo hiper ideologizado, pugnan por pescar una Asamblea Constituyente y, como si fuera poco, por la liberación de Pedro Castillo. Para más inri, para los próximos comicios, el proto-candidato más posicionado (en medio del páramo de la crisis de representación) es Antauro Humala; es decir, que tienen la posibilidad de regresar a Palacio o, al menos, al Congreso, con capacidad de fungir como actores de veto. Lo más paradójico es que no se trata de una izquierda unida, de un frente consolidado por liderazgos que arrastran masas, sino de un campo político atomizado, hecho de retazos doctrinarios que tienen más de socialismo del siglo XX que de la actual centuria, lo cual hace más intrigante la paradoja. ¿Qué explica esta rareza?
A diferencia de sus rivales ideológicos, la izquierda tiene una plataforma política con un norte claro, una obsesión digna de fanáticos: la Asamblea Constituyente. Esta oferta articula más que un partido y moviliza más que un caudillo, porque es la concreción del popular “que se vayan todos”. Nada más antisistema que cambiar el pilar del sistema: la Constitución de 1993. En la calle y en la carretera predomina una identidad contestataria, aglutinada en una suma de rechazos (antifujimorismo, antilimeñismo, antimodelo). No me voy a cansar de diagnosticar que los peruanos sabemos lo que no queremos, pero no sabemos lo que queremos, por lo que estamos dispuestos a precipitarnos al abismo (ayer Castillo, ¿mañana Antauro?). Esta identidad anti-establishment es, en esencia, populista. Como expliqué en extenso en mi libro “¿Cuán populistas somos los peruanos?” (Debate: 2022), un gran sector de nuestra sociedad es seducido por el maniqueísmo de “la élite abusiva” versus “el pueblo honesto”. Esta lectura simplista de la sociedad ha sido machacada incesantemente por Castillo y compañía, en su instintiva estrategia de confrontación y victimización. Es por ello que, instaurada la crisis, se concreta la furia anti-establishment contra la triada Congreso, Fiscalía y medios. El vandalismo contra estas tres instituciones no se sustenta en un plan organizado por algún estratega subversivo, sino en las vísceras de los “antis” enfurecidos. Nada más incendiario que una lectura ideológica que justifique la violencia.
Porque, finalmente, de ello se trata: de negar que la izquierda, con Castillo, tuvo tremendo poder. Para la narrativa zurda internacional, por más que ganen elecciones, tomen gobiernos, controlen parlamentos y erijan dictaduras, nunca tendrán el poder (sic). Siempre terminarán siendo más “poderosos” los medios, los tecnócratas neoliberales, los empresarios o los yanquis, dependiendo del caso. En la cartelera nacional, la funcionalidad del sombrero y el énfasis en el origen marginal del profesor de escuela rural perpetúa la ubicación de Castillo y sus huestes en la casilla del “pueblo víctima”, por más ineficiencia, corrupción y autoritarismo que haya. Literalmente, el relato izquierdista y populista oculta todos sus males debajo del sombrero.
En respuesta, la derecha no solo carece de narrativa para interpretar la crisis, sino que, además, pisa el palito del maniqueísmo propueblo de sus rivales. Con mucho pesar constato que desde las élites se crea una narrativa que divide a la sociedad entre “ciudadanos republicanos dignos” (ellos, la derecha) y “terrucos” (sic), disociación que calza perfectamente con la división maniquea provista por la izquierda, solo que más creíble en los términos propuestos por la realidad demográfica: los sectores marginales son mayoritarios en una sociedad que nunca fue de clases medias. Incluso en los análisis más “sesudos”, despliegan racismo (“banda del choclito”), desprecio clasista (hacen la del “Gordo” González en Matute, sacándole el papel higiénico a la izquierda) y superioridad moral, lo cual es, precisamente, lo que profundiza aún más la polarización entre unos pocos defensores del statu quo y sus muchos retadores. Conscientemente o no, estamos cavando una grieta establishment versus anti-establishment. Pero, a diferencia de similares (como la argentina, entre kirchneristas y antikircheneristas, o como la brasileña, entre petistas y bolsonaristas), la nacional carece de organizaciones que canalicen los afectos y los rencores. Solo existen tribus políticas dispuestas a incendiar la pradera (la izquierda) o a reprimir con fuerza (la derecha).
Por supuesto que hay una narrativa disponible para que la derecha capitalice la crisis a su favor. No casualmente, la arma un extranjero, Andrés Oppenheimer, quien señala que: “En Perú caen presidentes, pero no la economía”; gracias a la Constitución de 1993, le faltó agregar. Precisamente, el continuo crecimiento a pesar de la inestabilidad política es el mejor ejemplo de las fortalezas de la carta magna vigente -reconociendo, obviamente, las reformas a acreditar-. Mas, si la derecha está dispuesta a continuar con su acusación de “terruqueo”, sus teorías conspirativas y su negación de una respuesta inteligente y pluralista, va camino a su autodestrucción. Aniquilación que, obviamente, no será su culpa, sino “del embajador cubano” (sic).