El Comercio, 14 de febrero de 2017
Aunque se estructure sobre tres palabras muy usadas, el fondo de este artículo refleja la esencia cruda de nuestro panorama económico. De hecho, la desarticulada conexión entre estos tres vocablos –casi podría decirse– nos sella como una nación pobre, de crecimiento intermitente.
Como cualquier otra, estamos formados por personas con diferente ideología. Eso sí, cada quien con diferente grado de compromiso ciudadano, conocimiento del tema y acaso conciencia del asunto. Aunque resulte políticamente incorrecto destacarlo, aún podemos discriminar las ideas de cada quien en función de un tema álgido en un ambiente con pobreza y desigualdad. Nos discrimina cuánto estamos dispuestos a respetar la propiedad o el éxito del resto. En nuestro país –nuestra suerte económica lo contrasta consistentemente– florece la ideología izquierdista, socialista o progresista. No importa cómo nos etiquetemos, nos etiqueten o cómo nos gustaría que lo hagan. Lo concreto es que el grueso de nuestros electores no está dispuesto a respetar la propiedad o el éxito del resto. Creyéndonos ricos y siendo pobres, es fácil que caigamos en el cuento socialista de que una distribución más equitativa de la riqueza nos haría mejorar significativamente.
Hemos optado o tolerado regímenes de retórica redistributiva con el dictador Velasco, o los gobiernos democráticos del Apra, Izquierda Unida o Humala, y nos fue de perros. Seguimos pobres. Lo curioso de estos fracasos es que nos reforzaron la desconfianza en la inversión privada y una fe ilusa en la accidentada obra pública. Hoy por hoy, los electores peruanos mayoritaria e ilusamente aún creen que el Estado puede dar educación o salud pública de calidad, jubilaciones justas y hasta financiar exploración petrolera o construir aeropuertos.
Sobre la ideología (que tenemos y creemos no tener) está la actitud pública (y mayoritaria) respecto a la inversión privada. Un tercio de los peruanos –los que se declaran izquierdistas o socialistas– desconfía estructuralmente de la inversión privada. Creyendo que somos ricos, no entienden que sin ella seguiremos pobres. En esta cepa, no faltan los cándidos que se molestan cuando se los identifica como personajes enemigos de la inversión privada (la candidata Verónika Mendoza Frisch, por ejemplo, quien sostiene que no se opone a aquella, pero le plantea innumerables trabas administrativas, tributarias y regulatorias).
Otro tercio declara no tener ideología definida, ser de centro o pragmáticos. Pero en los hechos y los votos, estos se parecen mucho a los anteriores. Les gustan las obras públicas, los impuestos, regulaciones y trámites abultados.
Y estos dos tercios son un problema. Un país que ya creció y se desarrolló (ergo ya es rico) puede darse el lujo de jugar explícita o implícitamente al camino socialista por un tiempo. Uno pobre, como nosotros, se suicida si lo hace.
Ese es nuestro problema. No nos damos cuenta de que necesitamos desesperadamente –para reducir pobreza y ganar competitividad– no de un Chinchero, una Conga y una Tía María. Necesitamos decenas de estas, ya, y con mucha transparencia. Sobre esta pesada realidad emerge implacable un falso dilema: ¿luchamos contra la corrupción o lanzamos nuevos proyectos de inversión privada a escala mayor? La mayoría de ciudadanos –esclavos de su deficiente formación económica– digiere esta falacia.
No hay elección entre inversión privada y lucha contra la corrupción burocrática. Ambos se estructuran sobre la misma base: el estricto cumplimiento de la ley y el respeto a la propiedad de otros. Chinchero se pudo hacer sin sombras. No nos ayudó la corrupción burocrática; ese reflejo meridiano de que nuestras instituciones básicas (policía, fiscalía y judicatura) están prostituidas.
El reto del gobierno implica ser ejemplar e implacable acabando con la corrupción burocrática, para lo cual requiere en primer lugar tener una policía, fiscalía y judicatura incólumes. Pero implica también –al mismo tiempo– ser capaz de liderar cientos de nuevos proyectos de inversión. Si por un segundo creemos en las buenas intenciones de este gobierno (que no estuviese infiltrado nuclearmente por la corrupción burocrática), le recordaremos que enemigos en este viaje de impulso masivo a las inversiones no le faltarán.
No nos engañemos. La izquierda latinoamericana no combate la corrupción (los regímenes de Maduro, Velasco o Castro contrastan esto con nitidez). Pero sí combaten la inversión privada a gran escala. Si esta florece, desaparece la frustración popular y con ella el grueso de su caudal político contestatario.