El Perú hoy dista mucho de tener una economía de mercado. No es solo que tengamos un dólar controlado o que nuestros mercados de trabajo resulten los más rígidos de la región. Quizá el detalle que nos aleja más de configurar una economía de mercado son nuestras instituciones. Vivimos irrespetando la propiedad privada discrecionalmente y en medio de marañas de regulaciones (tributarias, laborales, ambientales, regionales, etc.) que hacen que la informalidad y los costos de operar en un mercado peruano resulten muy elevados.
Por ello –hace dos décadas–, cuando tratábamos de escapar del infierno controlista prevaleciente entre 1970 y 1980, donde las colas y los mercados negros eran cotidianos, se creó nuestra Agencia de Competencia (el Instituto de Defensa del Consumidor y la Propiedad Intelectual, Indecopi). Esta agencia tenía como objeto fundamental facilitar que los consumidores puedan beneficiarse de un mercado libre.
Desde entonces, sin dejar de destacar esporádicos logros, el Indecopi se ha debilitado. No es solo que se le hayan regateado recursos, descapitalizándolo o se le haya relegado al rol de antesala de un sistema judicial corrupto y descapitalizado. Se le ha alterado la brújula. En lugar de combatir los ataques a la libre competencia, se ha dedicado a ser el protagonista de cacerías de brujas (donde el pecado era que el precio de los fertilizantes suba y no que existiese probadamente una infracción a la competencia) y hasta a aplicar el difuso concepto merca-socialistón de precios “abusivos” para intervenir por pura ideología.
Pero esto no ha sido todo. Esta alicaída agencia, cuyos fallos casi siempre terminan decolorados en el Poder Judicial, es un monumento a lo que podríamos llamar una institución apagada, que “sistemáticamente se esconde debajo de la mesa”. No resulta inusual que, frente a un problema álgido, este se quede quietecito, pintado.
En estos días, el caso de la folclórica iniciativa del congresista Becerril –y sus afanes de imponer controles de precios a determinadas medicinas usadas para tratar el cáncer– resulta particularmente sugestivo.
Nos guste aceptarlo o no, aquí existirían sombras de posibles concertaciones de precios. Estas sombras no deberían existir. El Indecopi oportunamente ya debió haber dilucidado el asunto. Si existía concertación –o alguna otra infracción a la libre competencia–, su accionar debió ser implacable y oportuno. Nada de tolerancia o lentitud. Si, en cambio, no existía evidencia que permitiese sostener seriamente que concurre una infracción a la libre competencia, la agencia estatal debió haberlo aclarado también de manera tajante y pública.
El Indecopi timorato y poco empático de hoy es el mejor aliado de quienes quieren regresar a los ámbitos controlistas que nos sellaron por décadas. Los peruanos sabemos que los controles de precios son fábricas de colas, desabastecimientos y mercados negros. No solo no solucionan nada: empeoran las cosas e implicarían una severa desatención a los pacientes.
Lamentablemente, los controles de precios lucen y hasta parecen necesarios cuando las autoridades estatales encargadas de velar por la libre competencia se esconden debajo de la mesa. Esto sí, aludiendo a razones políticamente correctas, siempre.
Tomado de El Comercio, 24 de abril, 2013