Arturo Salazar Larraín, Periodista
El Comercio, 27 de mayo de 2016
En la primera tanto como en la segunda vuelta los candidatos –también los electores peruanos– han declarado una guerra abierta y sin cuartel a la corrupción. Pero, ¿quién o qué es ese enemigo común de los peruanos? Los de a pie tenemos una idea más o menos diabólica de lo que encierra esa palabra si nos atenemos a su significado: la unión de dos raíces, ‘cum’ y ‘rumpere’, que significan no tanto destrozar como destruir, si tenemos en cuenta la desinencia aumentativa de corrupción.
Hace poco, un cable de Reuters daba cuenta de que Christine Lagarde, presidenta del FMI, había declarado que la corrupción le quita a la economía mundial entre US$1,5 y US$2 billones, suma considerable que no sabemos quién se la quita a quién ni lo que finalmente se hace con ella. Nuestros candidatos y economistas no parecen medir el peso de la corrupción peruana. Salvo declaraciones aisladas y el deseo de clavarle una puya al adversario, no se conoce ningún análisis integral de lo que es y representa la corrupción en el Perú; salvo que tengan guardada bajo siete llaves la estrategia de la lucha que prometen librar.
¿Algún candidato o economista peruano ha calculado la pérdida que causa al Perú ese delincuente plural que es la corrupción? No parece sensato declarar la guerra si no conocemos contra quién es ni sabemos el costo de la lucha. Cumplir con conocer esta información es convertir la política, o la economía, en algo más útil que el actual espectáculo que nos está dando –y nos sigue dando– el colectivo político en estas dos vueltas electorales.
La subestimación de la corrupción como fenómeno social es clamorosa y evidente. Hace unos días se llevó a cabo la Cumbre Global Anticorrupción en Londres. No asistió el Perú. Años atrás (2003), la ONU convocó a una convención mundial sobre corrupción y tampoco parece haber llamado la atención en el Perú. Esa convención dejó, sin embargo, un trabajo sumamente interesante; por ejemplo, 71 artículos en los que se describen las modalidades de corrupción existentes (soborno a funcionarios, peculado y un larguísimo etcétera). Son varios los esfuerzos de investigación sobre la corrupción en el mundo. Los aprovechan nuestros medios de comunicación; no así, incomprensiblemente, los candidatos ni los economistas.
En 1989 la ONU había convocado a una conferencia internacional sobre la corrupción. En ella, según escribe Robert Klitgaard de la Fundación Hanns-Seidel en La Paz, la opinión general de los delegados fue que “mientras más grande es el sector público, mayor es el campo para la corrupción”. La señora Verónika Mendoza, del Frente Amplio, protagonista en la primera vuelta electoral, quería entonces un mayor sector público e insistió en un Estado cada vez más grande y poderoso. De haber tenido éxito la señora Mendoza, habríamos ampliado ese campo minado en nuestro país.
En Tanzania, país que en los años noventa se afilió al grupo comunista de naciones en el mundo, se encontraron finalmente en el 2000 con el siguiente y textual balance hecho por uno de sus más altos funcionarios: “Tenemos patrullas anticorrupción, una Comisión Investigadora Permanente, un Código de Liderazgo, una Comisión de Control y Disciplina del Partido y, además, las cortes de justicia para controlar esa corrupción. ¡Y a pesar de todo sigue reinando la corrupción!”.
Es obvia la importancia de conocer a fondo la corrupción. Pero, ¿cómo vamos a conocerla si los denunciantes no parecen tener el interés o el conocimiento necesario? Sospecho que de las 71 especies o formas de corrupción existentes, apenas un pequeño porcentaje se encuentra debidamente tipificado. En esta segunda vuelta parece haber sido más importante para los candidatos insultarse mutuamente que abrir el cofre de lo que entienden realmente por corrupción y de aquello que se proponen hacer contra ella. El tema exige un análisis radical. No es sencillo. No todas las 71 modalidades enumeradas se encuentran aún penadas en el Perú. ¿Podrán tipificarlas por lo menos?
Lampadia