La situación en Venezuela polariza el subcontinente y constituye una prueba de fuego para las instituciones y países de las Américas. El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, se ha ofrecido como mediador entre la oposición y el Gobierno venezolano que sigue de espaldas a su pueblo, oyéndose sólo a sí mismo, descalificando a los disidentes, amenazando a Gobiernos extranjeros y empresas.
Venezuela labró su propio destino, al ser complaciente y permisible con la clase política corrupta que llevó a Hugo Chávez al poder y permitir que el comandante ganara 14 elecciones con su programa social para los pobres. Chávez, un dialéctico intuitivo, comprendió —después del fallido golpe de Estado de 2002, orquestado por varios empresarios con el apoyo de los Gobiernos español y estadounidense— que, una vez cometido el error de no haberle metido en avión a Cuba, sería libre y tendría todo el terreno de juego a su disposición, absorto como estaba Washington en las consecuencias del 11-S.
Chávez es hijo de la teoría del gran palo. Sabía que el límite del juego estaba en los intereses del tío Sam y, junto a Castro, intuyó que éste estaría ocupado solo en vengarse y en restaurar el equilibrio mundial a través de dos guerras fallidas: Afganistán e Irak. Así, ambos sustituyeron la “teoría del dominó” por la del “petróleo libre para todos”.
El fallecido presidente venezolano, con su referente ideológico castrista y su interminable reserva petrolera, cogió su libro amarillo y se fue a hacer las Américas. En el momento del golpe de Estado de 2002, Pedro Carmona (el empresario que urdió la trama para convertirse en presidente provisional) y el almirante Bernabé Carrero desconocían que el Ejército venezolano —al que pertenecía Chávez— era uno de los pocos elementos de movilidad social y se transformó en la clase nueva y dominante.
Lo que hizo Chávez fue comprarles su derecho a tener todo el poder y con ese pretexto se lanzó a entregar fácticamente el país a la técnica del dominio de masas de los cubanos, a hacer valer el derecho de los militares de sacar partido de la riqueza nacional y a arrinconar —sin ningún deseo de integración— a las clases dominantes, los llamados “sifrinos” u oligarcas o cualquiera que no fuera o un habitante de los ranchitos o un militar.
Tras los recientes episodios de violencia, la OEA, Unasur y el ALBA deberían estar tomando el relevo para hacer menos dramáticas las condiciones de los venezolanos. Nada de eso sucede. La OEA hace mucho que sirve para poco, Unasur no cuaja por la necesidad de afirmación individual de los países latinoamericanos y el único libro rojo del ALBA es el petróleo negro de Venezuela.
Por ello, una vez muerto Chávez y con un nuevo panorama geoestratégico, América vive las consecuencias de su fracaso en medio de la represión y la ausencia de esperanza de los venezolanos.
Tampoco quedó nunca claro por qué Chávez eligió a Nicolás Maduro y no a Diosdado Cabello para sustituirle. Pese a la inspiración divina y al pajarito de Chávez, Maduro no ha sido ni el líder revolucionario que esperaban los chavistas ni, disminuido el fervor, el que mejorara la vida de su pueblo.
América no tiene referentes y, mientras se prepara la vuelta del imperio del Norte, el hambre, el fracaso y la represión en Venezuela, ese país tan rico, tan poco habitado y tan desgraciado, se han convertido en una vergüenza, justo cuando en el siglo XXI el ser humano ha perdido la capacidad de conmoverse frente a la muerte. A nadie le importan los muertos de Siria o Ucrania y, desde luego, a nadie le importan los muertos que no tuvo Chávez o los 49 que lleva Maduro.
Todos los países latinoamericanos están envueltos en sus propios laberintos. Brasil no puede dar un paso más sin resolver la corrupción que amenaza con devorar al Gobierno. Colombia está en manos de Cuba, que auspicia las negociaciones de paz con las FARC. Argentina está ya en su enésima crisis cíclica, de la que de nuevo será capaz de salir, aunque ahora coincida con el cambio presidencial. Y México está ahogado en un mar de violencia, corrupción y falta de credibilidad.
Por eso, América no dice ni hace nada respecto al tema venezolano. Quienes viven o han vivido de la beca Chávez —a través del petróleo—, no ven ninguna razón para ayudar o dejar de ayudar a Maduro o defender al pueblo venezolano.
La situación mejorará cuando se pierda el miedo colectivo. Recuerdo que el presidente español Adolfo Suárez siempre decía: “Hay que evitar que el cinturón del miedo los una a todos”. Hoy en Venezuela todos tienen miedo.
Tienen miedo quienes están en el poder porque saben que lo han perdido y que solo las balas les permitirán mantenerse en él. Tienen miedo los opositores porque saben que un paso más allá y nadie podrá controlar la explosión. Tienen miedo los cubanos porque son los únicos que manejan los hilos y porque en la gran negociación entre el Norte y la América que ha emergido después de las Torres Gemelas, Venezuela es solo una moneda de cambio.