Alejandro Pérez Reyes
El Comercio, 5 de agosto del 2025
“Ese es el camino, junto con el respaldo decidido a la minería formal, para que la industria beneficie a todos, como debe ser”, escribe Alejandro Pérez–Reyes, CFO de Credicorp y del BCP.
Una de las primeras cosas que nos enseñan en el colegio, cuando aprendemos sobre el Perú, es que somos un país rico en recursos naturales. Que la existencia de nuestra costa, sierra y selva, y de los climas que cada una experimenta, da origen a una biodiversidad única. Que nuestro mar, en el que confluyen las aguas frías de la corriente de Humboldt y las cálidas del trópico, es el hogar ideal para una cantidad excepcional de especies marinas. También se nos deja claro que somos, y siempre hemos sido, un país minero y que, por ello, metales como el oro y la plata han sido protagonistas en nuestra historia.
Hoy somos los terceros exportadores de cobre en el mundo y estamos entre los más importantes cuando se habla de zinc, plata, estaño y oro. Esta potencia explica alrededor del 10% de nuestro PBI y se traduce en beneficios tangibles para todos. En mayo, por ejemplo, según el BCR, el sector empleaba de manera directa a 127 mil personas, y se calcula que ocho veces eso de manera indirecta. Asimismo, en el 2024, su recaudación fiscal fue de S/18.,384 millones, equivalente a más del 7% del presupuesto público y a casi el 12% del total de ingresos tributarios de ese año. Y esto último solo ha mejorado. Si entre el 2017 y el 2020 el promedio de recaudación fue de S/9.965 millones, en los últimos cuatro años fue de S/21.394 millones.
Además, la minería genera beneficios más allá del negocio per se: obras por impuestos, infraestructura básica en zonas alejadas de las principales ciudades, apoyo a programas educativos y sociales, y una cadena productiva que dinamiza la economía.
Sin embargo, aunque el impacto positivo –real y potencial– de la minería es evidente, hay algunos factores que no nos permiten sacarle el máximo provecho. Para empezar, por años ha existido una fuerte oposición política a la minería formal, así como una pesada carga burocrática y claras ineficiencias estatales que han ralentizado su crecimiento. Basta con ver el caso de Tía María, por ejemplo, que después de 16 años sin avanzar recién empezará su construcción este año.
Hoy, sin embargo, el principal problema tiene que ver con el manejo de la minería informal y la erradicación de la ilegal. Ambas actividades medran de nuestros recursos naturales sin darle al resto del país los retornos que le corresponden, y la última ya compite cabeza a cabeza con la que trabaja amparada por la ley, como demuestra el hecho de que, según el IPE, las exportaciones de ambas podrían igualarse en el 2025.
Y mientras la minería legal genera repercusiones positivas más allá del negocio, exactamente lo contrario ocurre con la ilegal. Lo que ha venido ocurriendo en distritos como Pataz es solo la punta del iceberg de los niveles de violencia que pueden alcanzarse. Crímenes como la trata de personas, el sicariato y la extorsión ya forman parte del ecosistema que rodea esta actividad, y su impacto en nuestra institucionalidad se nota no solo en la manera en que el Estado ha perdido espacio ante la delincuencia, sino también en cómo esta puede llegar a permear con corrupción todo tipo de organismos.
En este terreno, nuestra lucha debe ser inteligente. Por un lado, se requiere un enfoque formalizador frente a la minería artesanal: Aquí es necesario separar la paja del trigo, a los criminales de los peruanos trabajadores que buscan ser incluidos. Por otro lado, es necesario el ejercicio del principio de autoridad y la imposición del Estado de derecho a los delincuentes. Ese es el camino, junto con el respaldo decidido a la minería formal, para que la industria beneficie a todos, como debe ser.