Los contratos de concesión de infraestructura al sector privado son por períodos largos de tiempo, durante los cuales muchas cosas pueden cambiar. Los contratos deben ser lo suficientemente flexibles para acomodar esos cambios y no es inusual que se firmen adendas.
Al modificar los contratos es importante recordar que su objetivo no es construir una obra de infraestructura, sino prestar un servicio público. No queremos un muelle de 500 metros de largo y cinco grúas pórtico. Queremos un terminal portuario que atienda a los barcos en menos de X horas y que al menos descargue Y contenedores por hora (por decir un parámetro). Si para ello el operador de infraestructura usa un muelle de 400 o 600 metros o tres u ocho grúas del tipo que decida, no debería ser problema del Estado.
Lo que hay que verificar es que cumpla con los estándares de servicio solicitados en el contrato. A veces este tema se olvida y la fiscalización estatal se limita a pedir la obra que fue ofrecida cuando se firmó inicialmente el contrato. Varios años después, pueden haber innovaciones tecnológicas que permitan lograr el estándar de servicio con menor cantidad de obras de cemento. O al revés, pueda ser que se requiera más infraestructura. En ese caso, el concesionario no puede alegar que se comprometió inicialmente a una obra y no tiene obligación de construir más.
Ese es el riesgo de centrarse en la obra en lugar de acomodar el contrato a un estándar de servicio. Por ejemplo, en el caso de un aeropuerto se fija el estándar IATA B que implica tantos m2 por pasajero en el área de mostradores de atención o tantas mangas de equipaje dado el tráfico de pasajeros. En este caso, la infraestructura es “movible” y el concesionario tiene que irla incrementando conforme crece el tráfico o mejora la tecnología para atender el mismo volumen de pasajeros de forma más eficiente.