Jaime de Althaus
Para Lampadia
Seis soldados murieron ahogados en el rio Ilave debido a que la cadena humana que montaron para pasar el río fue rota a pedradas por pobladores de modo que los soldados impactados se soltaron y arrastraron a otros, según versión dada por los propios soldados sobrevivientes.
El día anterior un ataque a la comisaría y al local donde estaban acantonados los militares terminó en el incendio de la comisaría y de la sede judicial, y en la retención de 18 soldados durante dos horas. La imagen del Ejército peruano inerme en zona fronteriza atacado por turbas es penosa y preocupante porque puede terminar de destruir el principio de autoridad.
La versión que da un periodista de La República es que la población de la zona (aymara) decidió que militares y policías se fueran de Juli e Ilave debido a la manera como habían sido reprimidos en Lima, y atacaron la comisaría y la sede judicial en reacción al gaseo en helicóptero y otras demostraciones de fuerza en Juli. Y que el cruce del río fue precipitado, sin cadena humana, e innecesario porque no hubo pedradas. ¿Por qué cruzaron entonces, y de esa manera? Hemos visto piedras contra los soldados el día anterior. Fuentes militares señalan que a los dos soldados ahogados a quienes se les hizo necropsia, tienen policontusiones. Y que el médico legista solo les ha practicado ese peritaje a esos dos soldados por temor a los pobladores que lo han amenazado. Pero no hemos podido conseguir los documentos de la necropsia para verificarlo.
En Juli hubo disparos, pero al aire. Solo un poblador de Juli fue herido de bala en el pie. Según información del general (r) Roger Zevallos, solo 4 miembros de cada patrulla de 21 soldados portaban armas letales y la instrucción del gobierno era no disparar. Es decir, no hacer uso de la fuerza, ni siquiera dentro de la ley. Zevallos señala que, si hay personas que están cometiendo el delito de atacar a las fuerzas del orden, los soldados deberían poder efectuar disparos al aire y luego, si el ataque es incontenible, disparar a los pies de los atacantes. Pero tampoco se puede enviar a una zona como esa, abiertamente hostil, apenas 40 o 50 hombres. Tendrían que ser cientos para tener capacidad disuasiva y evitar precisamente, gracias a ese número, enfrentamientos y ataques, y con la misión de desarrollar acciones de apoyo cívico incluyendo un batallón de ingeniería para mejorar caminos y otras obras.
Estos hechos penosos se suman a las declaraciones del presidente del consejo de ministros, Alberto Otárola, ante la fiscalía, en el sentido de que quienes tienen la responsabilidad operativa son las fuerzas armadas y que ni él ni la presidenta dieron ordenes de disparar (en Ayacucho y Juliaca). Pero el gobierno si autorizó -como debe ser- el uso de la fuerza, dentro de la ley, e incluso publicó el 6 de febrero una resolución suprema sobre “Reglas de Uso de la Fuerza”. Lo que hace falta es revisar si se actuó dentro de la ley, y asumir la responsabilidad política correspondiente. Es posible que los mandos militares estén percibiendo que carecen del apoyo político para actuar.
La responsabilidad política también alcanza al ministro del Interior cuando la policía pasa de recibir ataques y sufrir heridos sin responder -como en Ica, por ejemplo- a reprimir de manera innecesaria, como en la plaza San Martín, más aun considerando la capacidad de propaganda de esos sectores de convertir una acción simple de represión en un abuso innombrable contra mujeres con sus hijos. Pero nada de eso justifica ataques y destrucción como la que hemos visto en Juli.
La insurrección aymara parte de una posverdad -el golpe contra Castillo- pero se asienta en una ideología de autoidentificación étnica que busca la autonomía, alentada por dirigencias radicales (Fenate, Sute Conare) y por influencias bolivianas. El problema es que los enfrentamientos resultan funcionales para reforzar la identidad étnica, la voluntad de lucha contra Lima y el gobierno y hasta la proclama separatista. Entonces la intervención militar en la zona debe pensarse con mucho cuidado e inteligencia. Hay un dilema entre defender el territorio de un eventual proyecto separatista y precisamente no alentarlo al ocuparlo militarmente.
Se requiere de una estrategia política. La muerte de 6 soldados debería servir para encontrar la manera de invocar una reunión con dirigentes aymaras de la zona de Ilave y Juli para abrir temas. Por ejemplo, una mayor participación política: si tuviéramos distritos uninominales para elegir congresistas, las provincias aymaras de Yunguyo, Chucuito y el Collao podrían tener un representante y las de Moho y Huancané otro. Y participación directa en parte del impuesto a la renta y el IGV generados en la región. Se requiere nombrar a un alto comisionado con autoridad que lleve un plan de desarrollo y formalización, pero también de diálogo. El problema es que el diálogo es casi imposible si la posición de partida es la renuncia de Dina Boluarte. Claro, la alternativa, si tampoco se va a llevar el número necesario y disuasivo de efectivos a la zona -que siempre puede resultar insuficiente considerando que los aymaras podrían movilizar hasta 10 o 15 mil personas- con una misión de desarrollo, es sencillamente dejar la zona en manos de las dirigencias radicales hasta que el aislamiento termine de rendirlos por asfixia económica. Lampadia