Alejandro Deustua
14 de noviembre de 2023
Para Lampadia
En tiempos de inestabilidad sistémica y de riesgos incrementales para todos los estados, la parsimonia del nuevo responsable de nuestra política exterior debiera anunciar una mejor calidad decisoria en el sector.
Pero si el nuevo canciller tiende al desapego y su agenda de intereses de acción inmediata es encabezada por un proceso de largo aliento sobre el que no tiene pleno control interno ni externo (el ingreso del Perú a la OCDE) o los escenarios de integración y de cooperación que menciona le son desconocidos (p.e., la cuenca amazónica), la parsimonia deviene en defecto.
Más aún cuando ese defecto implica desatención de crisis internacionales como el escalamiento de la retaliación israelí contra Hamás, uno de los conflictos con mayor capacidad de genera daño a la economía global (y, por tanto, a las pequeñas y medianas economías abiertas como la peruana). Las consecuencias de esa desatención pueden ser mayores cuando, a pesar de su complejidad, Cancillería ve el conflicto sólo bajo la óptica del derecho internacional y la implicancia humanitaria (éste fue el enfoque de la canciller saliente y también el de la Asamblea General de la ONU).
Sin duda que, en este caso, la protesta por los inaceptables excesos en que incurre el uso de la fuerza israelí es imprescindible. La matanza indiscriminada de civiles en procura de extirpar a una organización terrorista que busca la destrucción de un Estado (Israel) no es aceptable. Y menos cuando el campo de batalla es el escenario urbano (como ocurre también, aunque con menor exclusividad, en Ucrania).
Pero si la protesta se vuelca sólo sobre la forma de violencia que ejerce el que tiene derecho a la defensa y minimiza (sin desconocer) la criminal conducta del perpetrador terrorista (la posición de Cancillería) o simplemente se niega a mencionar esa conducta (el caso de la Asamblea General de la ONU que se negó condenar a Hamás en un proyecto canadiense cuando se votaba una tregua), entonces estamos frente a una arbitraria atención de un complejo problema de seguridad que el canciller debiera conocer.
Al respecto se puede alegar que nuestra vocación multilateral impide la adecuada singularización de posiciones en resoluciones de la ONU (aunque siempre cabe la reserva) o que nuestra relativa marginalidad geopolítica y carencia de poder obligan a priorizar, como siempre, pronunciamientos esencialmente jurídicos y “principistas”.
Pero lo inexcusable es omitir lo que sí se puede hacer bilateralmente. Por ejemplo, advertir severamente a quien corresponda sobre el riesgo que implica para el Perú y otros vecinos la privilegiada presencia de muy numerosos representantes de Irán, el principal soporte del activismo terrorista de Hamás, en Suramérica (especialmente en Bolivia y Venezuela).
Por lo demás, es también recusable la amnesia que preside nuestro posicionamiento frente al terrorismo en una parte del mundo donde éste se afinca con mayor intensidad. En efecto, la posición peruana parece olvidar que la mimetización en la población forma parte de la esencia de Hamás. Esa cobarde predisposición fue un cruel agravante en la lucha que el Perú libró contra Sendero Luminoso.
Esa cobertura social forma parte de la estrategia ofensiva de Hamás implicando no sólo al gobierno que ésta ejerció sino al conjunto citadino que habita en Gaza. Bajo ese manto se convirtió la infraestructura urbana y de servicios públicos en arsenal de guerra, plataforma de hostigamiento y trinchera de combate. Tal perversidad debiera ser denunciada por la comunidad internacional en tanto pone en riesgo de muerte a millones de pobladores palestinos.
El Perú, que ha olvidado realizar esa condena, debiera exhortar también a la población de Gaza y a todos los estados del Medio Oriente a tomar medidas para la extirpación de Hamás y a penalizar más intensamente a aquellos estados que apoyan al terrorismo como medio preferido de hacer la guerra.
De otro lado, el desapego de Cancillería sobre la materia incluye también al diagnóstico correspondiente de los organismos económicos multilaterales. En efecto, el FMI ha dejado de lado toda parsimonia para intensificar su alerta en torno a la vulnerabilidad de la economía global a shocks externos adicionales (una de cuyas fuentes es el conflicto del Medio Oriente).
En efecto, en un escenario de precario e incierto crecimiento global de mediano plazo, el FMI llama la atención sobre el riesgo de bajar la guardia en la lucha contra la inflación eventualmente realimentada por algunos de esos schocks. Es más, en sus foros públicos considera escenarios en los que un escalamiento del conflicto en el Medio Oriente eventualmente pudiera afectar la producción y exportación de petróleo replanteando una indeseada estanflación.
Ese riesgo complementa otros (como desmontajes prematuros del ajuste, estrés financiero o debilidad de políticas de disciplina fiscal) que no sólo complican la reducción adicional de la inflación y afectan el crecimiento, sino que pueden atizarse por shocks geopolíticos como el mencionado.
Para eliminar el que, en este caso, proviene del Medio Oriente, el mejor escenario es el de la derrota de Hamás y una paz subsiguiente y el peor, el de un escalamiento bélico regional (Roubini). Ello implica que debemos agregar a la ecuación la solución del problema palestino en la perspectiva de los “dos estados”. Sin embargo, el escalamiento está a la vista (activación del Hezbola en Líbano, Siria y de los hutíes en Yemen o crecientes amenazas iraníes mientras la marina norteamericana despliega un par de portaviones en el área y la diplomacia de ese país intenta frenar el desborde interestatal).
Ninguna de estas complejidades, ni la económica ni la de seguridad, ha sido considerada por la diplomacia declarativa de Cancillería ni por el nuevo canciller en torno a un conflicto en el que una de las partes no se rige por patrones jurídicos ni humanitarios. Lampadia