Ni estatismo ni estricta subsidiariedad: necesitamos un Estado que sepa liderar
David Belaunde Matossian
Para Lampadia
Ante el fracaso estrepitoso del Perú en la lucha contra el COVID-19 (alta propagación y mortalidad, alto impacto económico) la prensa televisiva y un sinnúmero de comentaristas se han esforzado en culpar al pueblo, a la informalidad, o a las carencias en el sistema de salud.
Esta tentativa, frecuentemente motivada por una voluntad de exonerar al gobierno de toda responsabilidad, así como por agendas ideológicas, ignora la naturaleza misma de la labor de gestión, ya sea pública o privada. Esta requiere entender el contexto en el que se opera, y adaptar su accionar en consecuencia.
Todos conocíamos desde hace mucho antes de la pandemia cuales eran nuestras debilidades estructurales. La labor del gestor público era entonces encontrar maneras de esquivar esas dificultades y no, como se hizo, simplemente adoptar el paquete enlatado de la OMS anunciando que si este no funcionaba sería culpa de la población.
Para ello, era necesario un diálogo con los actores económicos y de la sociedad civil afín de anticipar los problemas, encontrar soluciones y planear la mejor manera de implementarlas. Sin embargo, el Gobierno no optó por esta vía. Los ejemplos de oportunidades perdidas abundan, desde involucrar rápidamente a laboratorios privados en el esfuerzo de testing a apoyarse en asociaciones caritativas y empresas para reparto de ayuda.
Incluso el caso de las UCI en clínicas privadas – tan mediatizado como prueba de codicia excesiva del privado – es uno en el que, si el Estado hubiera sido mas proactivo en buscar apoyo, hubiera podido evitar conflictos destructivos y salvar vidas.
Esta falta de consultas y de cooperación que hemos observado se debe a una concepción errónea del Estado como entidad que debería solucionar problemas con sus propios medios. Subyacente a esta carencia está una desconfianza generalizada en el sector privado y la sociedad civil, y una idealización – antigua, pero renovada cíclicamente por personajes que no aprenden las lecciones de la historia – del Estado como repositorio único de la virtud y del desinterés.
Esta concepción de un Estado como gestor monopólico debe substituirse por la de un Estado que demuestra liderazgo, en un sentido moderno del término. Es líder quien sabe situarse al centro de una red de conceptores y de implementadores. Así:
1) Todo paquete de medidas de importancia debería necesitar el trabajo de un amplio comité consultativo (como los Advisory Boards en Estados Unidos) reuniendo actores públicos y privados – no solo “expertos” – para recabar ideas, inteligencia de terreno y diagnósticos de un amplio pool no solo de talento sino de conocimiento local.
2) Del mismo modo, la implementación de un paquete de medidas debería exigir responder previamente a la pregunta: ¿Quién – dentro y fuera del Estado – tiene las capacidades de ejecutar estas acciones? Y luego se debería coordinar la implementación entre diversos actores públicos y privados.
No se trata, por cierto, de reafirmar el carácter subsidiario de la intervención estatal enunciado por la constitución de 1993. Es perfectamente concebible tener un Estado proactivo – en el contexto de una sociedad civil que tiene dificultades en generar sus propios equilibrios – pero que se apalanque sobre el sector privado y asociativo para alcanzar sus objetivos.
Es más, en cierto modo, la idea misma de subsidiariedad genera una división conceptual contraproducente, que, así como limita el rol del Estado, hace lo mismo para el sector privado. Basta así que algunos consideren que el sector privado ha “fallado” – muchas veces por miopía o por equilibrios subóptimos – para que se justifique el que el Estado asuma directamente la responsabilidad de concebir y proveer servicios que están por encima de sus capacidades de concepción y de ejecución. En realidad, no tiene por qué haber campos en los que el Estado no pueda ejercer liderazgo, ni áreas de las que el sector privado deba ser excluido.
Este nuevo modo de gobernanza que proponemos permitiría no solo lidiar mas eficazmente con situaciones de emergencia, sino también encontrar mejores soluciones a largo plazo a nuestros problemas estructurales – en salud, educación, infraestructura, diversificación económica, y reducción de la informalidad. Evitaría también caer en una experiencia estatista que, con los recursos y competencias existentes, estaría condenada al fracaso. Lampadia