Juan Alberto Foryth Alarco
Perú21, 27 de noviembre del 2025
La caída del Fiscal General de España muestra que la Fiscalía no puede ser un arma política: una advertencia que el Perú no debería ignorar.
El fiscal general del Estado en España, Álvaro García Ortiz, ha sido condenado por el Tribunal Supremo de su país a dos años de inhabilitación, una multa de 7,200 euros y una indemnización de 10,000 euros al afectado. El motivo: la filtración de datos reservados sobre un caso de defraudación tributaria que involucraba a Alberto González Amador, pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.
El episodio, que ha estremecido a la justicia española, suena exótico desde el Perú. Aquí, la filtración de investigaciones fiscales es tan común como los embotellamientos en la avenida Javier Prado: un hecho cotidiano, previsible, casi folclórico. Hay fiscales que consideran que revelar información es una forma de salvaguardar la investigación, como si la luz mediática fuera un antídoto contra la influencia política. Y, gracias a las confesiones del exasesor fiscal Jaime Villanueva, sabemos que ciertas redacciones periodísticas y algunos despachos fiscales mantienen una cercanía que ya quisieran muchos políticos con sus electores.
Conviene, pues, repasar la secuencia de hechos que llevó a la condena en España. Todo comienza el 2 de febrero de 2024, cuando el abogado de González Amador envía al fiscal del caso un correo proponiendo un pacto de conformidad: una suerte de acuerdo en que el investigado reconoce delitos y salda cuentas con la Hacienda pública.
El 13 de marzo, un medio de comunicación publica que la Fiscalía habría ofrecido ese acuerdo al investigado. Apenas unas horas más tarde, se filtra a la prensa un conjunto de comunicaciones reservadas que detallaban las negociaciones. La sospecha recayó casi de inmediato sobre el fiscal general, Álvaro García Ortiz.
El 27 de junio de 2024, la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil —la célebre UCO— inició la investigación para determinar el origen de esa filtración. Sus conclusiones fueron determinantes: encontró indicios que apuntaban directamente a García Ortiz. Con ese material, el Tribunal Supremo abrió diligencias el 30 de octubre del mismo año, celebró el juicio oral entre el 3 y el 13 de noviembre de 2025, y dictó sentencia una semana después.
Remarco las fechas porque allí se encuentra una pauta decisiva. Cuatro meses entre el inicio de la investigación policial y la apertura del procedimiento judicial. Trece meses desde la apertura de las diligencias hasta la sentencia. Y un juicio oral de apenas diez días. En el Perú, en cambio, un proceso similar puede prolongarse diez años o más. Aquí, la justicia es como esas promesas electorales que se anuncian con bombos y platillos para luego diluirse lentamente, dejando solo frustración y papeles amarillentos sin considerar el viejo aforismo: Justicia que tarda, no es justicia.
El caso español adquirió especial notoriedad porque se desarrolla en un escenario político crispado, un enfrentamiento abierto entre el PSOE de Pedro Sánchez y el Partido Popular, liderado por Alberto Núñez Feijóo, donde Ayuso es una de las figuras más visibles. La filtración, según la hipótesis de la acusación, buscaba manchar la imagen de la presidenta madrileña.
El fiscal general del Estado en España es propuesto por el Gobierno, recibe una opinión no vinculante del Consejo General del Poder Judicial y es nombrado por el rey. En el Perú, en teoría, el fiscal de la nación es designado por la Junta Nacional de Justicia para garantizar su autonomía. Digo “en teoría” porque la experiencia reciente muestra que la independencia institucional es frágil si quienes integran la JNJ no están a la altura de la misión que el país les ha confiado.
El caso español deja lecciones valiosas para quienes creemos que la democracia no se defiende solo con discursos, sino también con instituciones que funcionen. Primero, la confidencialidad de las investigaciones fiscales debe ser sagrada; un fiscal que filtre información debe ser separado de inmediato. Segundo, la justicia debe actuar con celeridad, porque cuando los procesos se prolongan, dejan de proteger a los inocentes y empiezan a amparar a los culpables. Y tercero, jamás puede permitirse que la Fiscalía se convierta en un instrumento de revancha política.
España también podría aprender algo de la legislación peruana: la importancia de que la designación del jefe del Ministerio Público sea ajena al control directo del Gobierno. Pero para que ese mecanismo funcione, la institución encargada —la Junta Nacional de Justicia— debe estar compuesta por profesionales íntegros, ajenos al cálculo político y con la probidad necesaria para sostener el peso de la República.
Las democracias no suelen derrumbarse de un día para otro: se desgastan lentamente, desde dentro, cuando sus instituciones dejan de cumplir su función. Y el tiempo —ese juez que nunca se equivoca— acaba mostrando quién defiende la justicia y quién intenta someterla. España lo ha aprendido con dolor. Ojalá el Perú lo aprenda antes de que sea demasiado tarde.






