Iván Arenas
El Comercio, 18 de noviembre del 2025
“El Perú político necesita reducir la polarización fujimorismo-antifujimorismo, y volver a las propuestas ideológicas sensatas”.
Ocho presidentes en una década. Ese número representa de manera clara la crisis de gobernabilidad en el Perú. El mundo mira absorto e incrédulo la “crisis política”, mientras el ‘chólar’ peruano domina en el mercado boliviano.
Algunos consideran que la crisis política que vivimos tiene una fecha: 11 de julio del 2017. Aquel día, Keiko Fujimori visitó a Pedro Pablo Kuczynski en Palacio de Gobierno para una “reunión” a la que no se llegó a ningún acuerdo. Las dos derechas se enfrentaron en un duelo absurdo cuyo saldo final fue la vacancia de PPK. Todo lo antes descrito conformó –y aún lo hace– el eje central del relato sobre el inicio de la crisis.
Pero hay otra fecha, otra imagen poco revisada. En agosto del 2001, el Congreso expulsó del hemiciclo a Luz Salgado y Carmen Lozada, dos defensoras de la primera línea del ‘albertismo’, cuyo debilitado partido ese año solo colocó tres congresistas. Solo tres. La acusación fue inverosímil, propia del furor de aquellos tiempos: “Confabulación contra la democracia”. Años después, el Tribunal Constitucional desestimó las acusaciones.
A lo que voy. Aquella imagen de la expulsión de dos congresistas naranjas –entendida con mayor reflexión ahora– constituyó el ánimo en todo el arco opositor al fujimorismo, sector que tuteló la “transición democrática”. Lo que hubo aquí fue la “política de la revancha” contra lo poco que había quedado del gobierno autoritario naranja. La irreconciliable polarización entre fujimorismo-antifujimorismo –que ya lleva más de dos décadas– se fraguó en aquellos primeros años del “retorno a la democracia”. Aquí no hubo una “transición a la chilena” o el perdón entre víctima y victimario como en la Sudáfrica de Mandela. Aquí hubo revancha contra la otredad naranja, que en su día fue un autoritarismo “a la peruana”.
Todo lo que ocurrió hacia adelante es fruto de aquel árbol sembrado en esos primeros años de la década del 2000. La llegada de Castillo o de Boluarte, la última elección de carambola del joven Jerí, la politización en las instituciones tutelares, el cierre del Congreso por Vizcarra, los “juicios de Moscú” televisados y un largo etcétera; todo lo descrito han sido efectos de una transición con revancha.
Lo peor es que, todo indica, la polarización cuasi religiosa entre fujimorismo-antifujimorismo continuará en las próximas elecciones. La dialéctica política entre izquierdas y derechas ha desaparecido para que se priorice una polarización antipolítica que ya pone en jaque a la democracia y a la República. Mientras todo ello ocurre en la estratósfera, en la vida real hay un país con índices más cercanos al África actual que a uno de la OCDE: siete de cada diez trabajadores peruanos están en la informalidad. El promedio en África es ocho de cada diez. Asimismo, la inseguridad y las economías ilegales ahorcan a un bodeguero y a un empresario sin distinción. El grave problema es que la dialéctica fujimorismo-antifujimorismo no permitirá nunca la discusión sobre propuestas y proyectos de modernización nacional para una República con ciudadanos que tienen voto, educación y propiedad, como jamás en la historia, a pesar de todas las limitaciones.
Pero la polarización trae “maximalismos”. Cualquier pacto o acuerdo es sospechoso de “repartija” o –peor aún– de traición. La política también es ponerse de acuerdo con quien no es igual a uno. Todo lo demás es guerra. Algunos historiadores acusan a Haya de la Torre de abandonar sus ideas “primigenias” con lo que malamente se llamó “convivencia” y “superconvivencia”. Quizá querían una “guerra prolongada”.
Esos “maximalismos” de la polarización traen cosas extrañas. Demasiado extrañas. Trajo a Castillo, a quien una parte de la izquierda le decía “amauta” y hoy esta misma izquierda habla de la corriente “castillista”, a pesar de ser el presidente más básico de la historia reciente. El Perú político necesita reducir la polarización fujimorismo-antifujimorismo, volver a las propuestas ideológicas sensatas (dejar la trillada obsesión de “asamblea constituyente”) y revalorar el pacto para que no muera la democracia.






